Oppenheimer
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Oppenheimer

Oppenheimer

Oppenheimer, de Christopher Nolan tiene muchas virtudes como película y acaso algún demérito. No es mi propósito demorarme en ellos, sino en algunos temas que, más que la película, la historia toca. Estimo que lo que en el filme tiene el lugar central son tres cosas. La primera son los amores del protagonista, la segunda la lucha contra las intrigas palaciegas de sus enemigos políticos, y la tercera el desgarramiento ético de Oppenheimer por haberse convertido en “el destructor de los mundos”, cita del Bhagavad-gita pronunciada por él en el momento de contemplar su obra.

Pero la historia del “padre de la bomba atómica” no permite eludir el problema de la pretendida autonomía del conocimiento científico con respecto al poder político. Gobernantes y hombres de ciencia parecen ser figuras opuestas, destinadas a no entenderse jamás. Sin embargo, la oscura complicidad entre el científico y el poder -despótico o no- es algo que se remonta a la relación entre Hierón, el tirano de Siracusa, y Arquímedes. Con motivo de la guerra contra Roma, los formidables inventos del sabio anciano mantuvieron a raya a los barcos romanos que asediaban por mar a la ciudad.

Para un freudiano la ciencia no es más “desinteresada” que la política. Ambas son distintos avatares de la voluntad de dominio. En el fondo, el supuesto deseo de saber se revela como un deseo de control y sometimiento del objeto, que como bien advirtió Heidegger se hace máximo con el paso de la técnica antigua a la técnica moderna. Seguramente no toda relación con el saber tiene por fin el ejercicio de un poder, pero la ciencia moderna es esencialmente eso, y bien lo dijo Roger Bacon en su máxima “saber para poder”. La sabiduría, si existe, es algo muy diferente.

La película de Nolan comienza mencionando el mito de Prometeo, el Titán que robó el fuego a los dioses para dárselo a los hombres, y que fue castigado con un tormento infinito. De hecho, el guion está basado en una novela biográfica cuyo título es “Prometeo americano”. La referencia inicial menciona el tormento infinito de Prometeo, lo que alude al amargo remordimiento que habría acompañado a Oppenheimer a lo largo de su vida por haber dado el primer paso en el desarrollo de un recurso técnico capaz de acabar con la vida del planeta. Es aquí donde se pone el acento para los realizadores y para el público. Se ve una prueba de ello en la ardua campaña que Oppenheimer desplegó contra la carrera armamentista.

Como freudiano, me permito abrigar alguna duda sobre los escrúpulos del protagonista. Soy un tanto reacio a las lágrimas de cocodrilo. Si el protagonista se mostraba adverso a la creación de la bomba de hidrógeno, eso pudo obedecer a su inclinación pacifista, pero también a su rivalidad con el “padre de la bomba de hidrógeno”, que en el filme aparece claramente como un competidor. Por otra parte, la misma película deja lugar a pensar si la culpa de Oppenheimer se debía a las más de cien mil muertes que provocó su invención, o más bien a una sola muerte, la de su amante, que queda en la ambigüedad del suicidio o el homicidio. Cualquiera de las dos opciones dejaba a Oppenheimer involucrado en el fatal desenlace: o ella se mata porque él decide no seguir con la relación, o la asesinan los servicios que vigilaban a Oppenheimer y la tenían como una peligrosa influencia comunista hacia él. Acaso al hombre común le resulte inverosímil que alguien se siente más culpable por la muerte de una mujer que por la de poblaciones enteras. El psicoanalista sabe que eso no sólo es posible, sino también lo más probable.

Lacan habló del deseo del hombre de ciencia y de su horror ante lo que él mismo genera. Supo anticipar el riesgo de las biotecnologías, que ya demostraron cuán devastadores pueden ser los “accidentes” de laboratorio. Los modernos aprendices de brujo deberían haber leído el relato de Goethe para saber que uno no siempre controla a los demonios que convoca. Pero mi colega Gerardo Arenas afirmaba en una red social que Lacan no parece haber hecho referencia al goce del hombre de ciencia.

Freud sí lo hizo de manera indirecta en su texto Sobre la conquista del fuego, donde se demora en el análisis del mito de Prometeo, arquetipo de las fuerzas de la razón y de la ciencia. A pesar del gran interés que tiene el artículo no retomaré la argumentación freudiana y me limitaré a puntualizar algunas cuestiones esenciales. La primera es que Prometeo comete un crimen. Carga con una culpa, pero lo notable es que, según Freud, esa falta no ha sido cometida en contra de los ideales, sino en contra de la vida pulsional. Los dioses engañados por Prometeo serían representaciones del ello, y por eso podríamos decir que el crimen de Prometeo es un atentado contra lo real. Eso está implícito en la máxima ética del sujeto moderno: nothing is impossible. Prometeo es un héroe cultural, cuya hazaña hace progresar la civilización, alejándonos de nuestras pasiones primarias. Encarna una modernidad que extrae la energía de las pulsiones para alimentar la maquinaria del trabajo, y el progreso de los medios de producción. Freud siempre consideró que la cultura obra en nosotros un saqueo de nuestras pasiones para poner su fuego al servicio del sistema en que estamos alienados. Lo compara con la explotación que ejercen las naciones desarrolladas sobre las subdesarrolladas, y podríamos agregar también la sangría que el mercado opera sobre la naturaleza. De hecho, lo que Oppenheimer desató -a pesar de él, pero gracias a él- en 1945 fue una serie de pruebas nucleares que agregaron otra injuria más hacia la naturaleza.

El segundo punto sobre el que Freud nos advierte es el lugar del cuerpo en el que es castigado Prometeo, el hígado, que era para los antiguos griegos la sede de las pasiones. El sujeto moderno experimenta una degradación general de su vida erótica. El erotismo está impuesto como consumo y anulado como acto. La caída de la función de la castración da lugar a un espíritu incircunciso, políticamente correcto, descafeinado, soso, chirle y afeminado en el mal sentido del término. Porque dan risa quienes creen que la modernidad valora lo femenino. El sujeto progresista es un sujeto sin fuego. Al igual que el científico de Lacan, algunos comienzan a desconcertarse por los efectos de la pedagogía que predican. Recomiendo en esta misma página y sección mi artículo “El cuerpo que construyen”, donde tangencialmente se alude también a la figura de Prometeo.

El castigo de Prometeo, según Freud, surge del rencor de la humanidad instintiva hacia el héroe cultural. Contrariamente a lo que se pensaría, los crímenes de Hiroshima y Nagasaki representaron avances de la civilización. Un argentino sabe lo que de verdad significan los términos civilización y barbarie. Siempre hubo progresos -alguna vez habrá que interpelar ese ídolo-, pero la modernidad hizo del Progreso el imperativo absoluto. Cabe decir que ese progreso no contempla la supervivencia de la humanidad. La concreción del Proyecto Manhattan trajo un nuevo orden mundial, y acrecentó la ilusión de omnipotencia del sujeto moderno, pero también su culpa. Ahora puede ser el artífice de una destrucción total. No le faltó razón a Rafael Obligado el haber visto en el Diablo el espíritu del progreso.

Creo que todos somos un poco como Oppenheimer. En tanto adherentes de la modernidad hemos traicionado nuestras pasiones, y cedido en nuestro deseo. Eso se representa en la mujer amada que no tiene porqué ser una amante ni una esposa (Oppenheimer traiciona a ambas), sino la encarnación de la libido. Hemos dejado que nos roben el fuego. La Revolución trajo muchas ventajas, derechos y libertades, pero Freud supo ver el costo de esos espejismos. Ya ni siquiera tenemos idea de lo que perdimos. En cierta oportunidad, J.-A. Miller, defensor de los valores de la Revolución Francesa, me sorprendió al citar una famosa frase de Talleyrand: “el que no conoció el Antiguo Régimen (el anterior a la revolución), no conoció la alegría de vivir”. Una última consideración. En el mito, Prometeo es liberado de su eterno tormento gracias a la intervención de Hércules que mata al águila que le devoraba el hígado todos los días. El héroe cultural es rescatado por un tipo de héroe muy diferente. Hércules es, en cierto sentido, lo opuesto de Prometeo. Para Freud, si en Prometeo descansa el imperativo de hacer que el fuego no cese, Hércules es alguien que se permite apagar el incendio cuando se convierte en una amenaza. El no cesar es lo propio del capitalismo y del discurso de la ciencia. El progreso no puede detenerse, sin importar el costo de devastación que traiga. La fragua de la producción no debe descansar nunca. El héroe pulsional pone un límite a esto. Es un tipo de héroe que no se lleva ni con la ciencia ni con la política, íntimamente cómplices. Pero hasta aquí llega el mito, sin que podamos ver en él algún atisbo del presente o del futuro.

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