Freud con Lutero
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Freud con Lutero

Sé que tengo un destino que cumplir. No puedo evitarlo, y no necesito ir a su encuentro.

Sigmund Freud

Thomas Hobbes entendió en Leviatán que la libertad y la impunidad eran lo mismo. Para él, ser libre es no hallar ningún obstáculo al momento de cumplir con la voluntad propia, sea cual sea. Vio la libertad como una condición exterior. Sin embargo, admitió que no se es libre en cuanto a la voluntad misma, determinada por las pasiones. La clínica muestra que el sujeto no puede cambiar de deseo, a pesar de que ese deseo pueda ser un tormento. La ilusión del libre albedrío y la concepción del sujeto como autodeterminado son fundamentos de la sociedad post-paterna, en tanto se supone que la voluntad del consumidor es libre. Por eso la sensibilidad moderna abomina de la palabra destino, la cual ocupa un lugar protagónico en la enseñanza de Freud. Enseñanza cuyo espíritu está mucho más ligado a la serenidad de la sabiduría que a las tristezas del saber. Llamo “saber” al desconocimiento defensivo de esas dos caras del destino que son la condición sexuada y la condición mortal. Y entiendo por sabiduría el íntimo registro de los límites del saber.
El consumidor se piensa libre en su elección del objeto de consumo, y por eso el mercado le facilita el espejismo de un océano de opciones que pueden experimentarse en un zapping aparentemente infinito y caprichoso. Con todo, si ese consumidor cree ser libre en cuanto a lo que quiere, el psicoanálisis se postula como anti-moderno al afirmar su atadura a lo que desea. La experiencia analítica pone en primer plano la asociación libre, fácilmente concebible como un ejercicio de arbitraria trivialidad. Ya la dificultad de la mayoría para cumplir con la regla fundamental arroja una sospecha sobre esta ilusión de libertad, porque lo que obstaculiza el dejarse llevar por el acontecer psíquico es la negativa a consentir una determinación en la que el yo no se halla para nada cómodo. Por eso la angustia acompaña invariablemente al cumplimiento de la regla fundamental. Eso nos pone sobre aviso en cuanto a la pretendida nimiedad de las asociaciones. Freud siempre sostuvo que el deseo del analista está marcado por la fe en el determinismo inconsciente del suceder psíquico.
En su Psicopatología de la vida cotidiana repara en el hecho de que la ilusión del libre albedrío se fortalece en las decisiones que el yo tiene por insignificantes. Muy otra cosa sucedería con los actos de gravitación decisiva en los que, según Freud, se sentiría el vértigo de la fuerza mayor, la impresión de estar impulsado en cierta dirección sin márgenes de maniobra. Es entonces que Freud se remite a la frase“esta es mi posición, no puedo hacer otra cosa”-Hier stehe ich, kann nicht anders– como la que nos revelaría el paradigma del acto. La historia y la leyenda atribuyen esas palabras a Martín Lutero, quien intimado por el Papa a retractarse ante la Dieta de Worms, se negó a modificar sus tesis. Es importante el ejemplo, sobre todo en su diferencia respecto del que Lacan nos refirió bajo el cruce del Rubicón por César. En el caso del autor de las 95 tesis de Wittemberg se trata de un decir irreversible, de la inexorabilidad de su “propio” acontecimiento de palabra. Es como si para él hubiese sido imposible hacerse el zonzo, mirar para otro lado, o barrer la cosa bajo la alfombra. La determinación de Lutero es además pertinente por la posición teológica del reformador con respecto al debate sobre el libre albedrío que sostuvo contra Erasmo de Rotterdam en su texto De servo arbitrio. Lacan lo menciona en La ética del psicoanálisis. Pero además hay que decir que a nuestra época gustosa de abrazar herejías prêt-à-porter le valdría detenerse en ese hereje por excelencia que fue Lutero. Si el hereje -αιρετικός- es “el que elije”, es el mismo Lutero quien sostuvo que “no podía hacer otra cosa”. Su famosa frase parece contrastar con la de César, cuya referencia a la suerte haría pensar en un imperio del azar. Aunque lo que salta a la vista es la irreversibilidad del acto de haber dejado caer los dados de la mano. En tal sentido hallamos en la retención y la anulación propias de la neurosis obsesiva el apartamiento del acto y el ejercicio de una voluntad de control inherente a un yo que se querría autónomo. César sabía que en su alea jacta est lo arrojado era él mismo, y por eso –contra lo que se cree- nadie que pretenda controlar su propio destino es capaz de “tirarse a la pileta”.
La experiencia analítica es profundamente anti-moderna en tanto nos lleva a asumir la responsabilidad por aquello que sobre nosotros ejerce una coerción. Como Edipo, el sujeto ha de hacerse cargo de aquello mismo que no puede manejar. Por ejemplo, sus sueños.¿No hay entonces lugar para la libertad en el psicoanálisis? No somos filósofos. Damos cuenta de lo que nuestra experiencia nos enseña, y lo que surge de ella como lo más parecido a la libertad es la separación. Por eso Etienne Gilson dice que la vida es una sucesión de activas separaciones. Cuando se me invitó a escribir este artículo lo primero que vino a mí fue el libro del Éxodo. La libertad está presente en la celebración del Pésaj, término que en hebreo -פסח- significa “salto”, o también “paso”. Hay en ese episodio histórico-mítico (Martin Buber se autorizó a hablar de lo mítico en el judaísmo), un salir, un atravesar, pero sobre todo un desencadenamiento. ¿Es acaso el yo el artífice del desencadenamiento, fasto o nefasto? Como sea, el pueblo judío no rompió sus cadenas porque le haya dado la gana, dado que lo hizo por estar atado a otra cosa. Si Dios estranguló al Faraón con sus plagas para que aflojara el yugo, qué no habría hecho con su rebaño si éste se hubiese negado a emprender la marcha, o hubiera querido volver atrás. Es por eso que Lacan dice que el Temor de Dios es ése temor capaz de convertir a todos los demás temores en un perfecto coraje. La función del Nombre-del-Padre es esencial para esa liberación inherente al acto de separación. Es lo que Freud le escribe a Otto Rank: el padre es lo que impide el retorno al vientre materno, el volver atrás.
Por eso la paradoja mayor de la era post-paterna reside en que ese sujeto que carece del sentimiento trágico de la vida, que no cree en el Destino, que se siente libre, es hoy prisionero de fuerzas que ni siquiera imagina. Kafka supo verlo, y lo advirtió. No tenemos el sentido de lo trágico porque nuestra realidad efectiva es trágica en el peor de los sentidos. Hay que ser muy zonzo para seguir pensando que el poder que nos gobierna está en los jefes de estado, o en el estado mismo. Las riñas políticas que nos atarean son una farsa que vela los hilos de los que se sostiene nuestra condición de marionetas. El mercado nos rige y nos programa con su mano invisible, sobre todo porque él es invisible. En los tiempos de antaño, ésos a los que pertenece el psicoanálisis, por lo menos existía un soberano cuya garganta podía ser cortada. 
 
 

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