ELENA SABE (BERNERI, 2023)
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ELENA SABE (BERNERI, 2023)

Basado en la novela de Claudia Piñeiro, este filme, como los demás, puede admitir varias perspectivas. Para un psicoanalista, sin embargo, la interpretación no está abierta a todos los sentidos, y un texto encuentra cláusulas pétreas que limitan la omnipotencia del lector. Elena es una mujer de edad provecta que sufre de Parkinson, y cuya hija, Rita, es hallada muerta en el campanario de la iglesia. Las autoridades dictaminan que la hija se habría ahorcado. Para Elena es impensable tal determinación de Rita, y por eso está convencida de que alguien la mató. El desarrollo de la historia oscila entre la ardua búsqueda de la verdad por parte de la protagonista, y una retrospectiva de la relación entre la madre y la hija. Así, hay al menos tres nudos temáticos que ordenan el relato: el binario suicidio-homicidio, el binario madre-hija, a los que se puede agregar el binario elección-fatalidad, del que daremos cuenta en seguida. Revisando algunas críticas de la película, reconozco dos lecturas de la historia: la más general, que es la de la corrección política, y la del psicoanálisis. Ambas tienen valor, y por eso podríamos decir que el argumento es, al menos, doble. Cualquiera sea la perspectiva, el trabajo de las realizadoras -la directora y las actrices- es exquisito.

El primer argumento toca temas muy caros al progresismo, y responde a los ideales de la cultura post-paterna. Elena es una heroína, y las críticas no dudan en verificar la obligada exaltación de la mujer, propia de nuestro tiempo. A pesar de su edad y de su enfermedad, de habitar ese cuerpo que la restringe progresivamente, Elena muestra una voluntad férrea que no se arredra ante la autoridad de la policía o de la iglesia, y tampoco ante las convenciones sociales. De un modo popular, diríamos que es una mujer de ovarios y sin pelos en la lengua. Está convencida de que su hija fue asesinada, y piensa demostrarlo. Nada la detiene, y su inquisición sin descanso molesta visiblemente al entorno. Sola, y enferma, impedida para trasladarse o cuidar de su casa, emprende una tarea abrumadora. Elena busca a Isabel, una compañera de su hija del tiempo adolescente, que se había hallado en el trance de un embarazo no deseado y que, sin embargo, tuvo a una hija sin el deseo de ser madre. Isabel es abogada, y acaso la deuda de amistad con Rita la convenza de ayudar a Elena en sus propósitos. El tema del aborto y de la maternidad forzada por prejuicios religiosos es uno de los puntos de la historia. De una manera más profunda, la trama nos confronta con la pretendida fatalidad de las ataduras, que se opone al derecho a decirles que no, a elegir sin culpa. Sólo de manera tangencial o implícita, hay una alusión a la eutanasia, que es puesta como cuestión junto al aborto. ¿Debemos aceptar el lazo con nuestro cuerpo, y cuidarlo hasta que la voluntad de Dios lo desate por más que ese cuerpo convierta nuestra vida en un tormento? ¿Debe una mujer consentir a su cuerpo embarazado? ¿Debe estar atada por siempre a la hija que ha parido sin haberla deseado, y resignarse a los fastidios infinitos del cuidado maternal? ¿Debe una hija aceptar por fuerza el estar unida como cuidadora a una madre declinante, porque nuestros ideales patriarcales nos conminan a honrar a nuestros padres hasta el final, sin importar cuánta pena traiga el camino?

Es con respecto a lo último que Elena se encuentra con una verdad dolorosa. Rita se habría suicidado porque no quiso someterse a su destino de tener que maternizar a su propia madre. Este es el nudo de la versión progresista, que no es caprichosa, sino que la vemos avalada en las palabras de Rita ante el médico de su madre: ella no quiere hacerse cargo de esa anciana cada vez más deteriorada. Con una torpeza inmejorable, el médico la insta a cuidar a la madre como a un bebé. Rita marca la evidente distancia que hay entre un bebé que promete sorpresas y alegrías, y la anciana sin otro horizonte que el del descanso final. El diálogo con Isabel es la única instancia en que Elena se quiebra y llora. Hasta ese momento muestra una dureza mineral. Pero se ha encontrado con una mujer que admite no haber querido ser madre. Isabel tuvo a su hija, pero no la adoptó. La dejó al cuidado de sus padres. Le hace ver a Elena que cada mujer hace lo que puede frente a la maternidad, sobre todo cuando no está respaldada por un deseo. Isabel se lo dice: no importa si fue una “buena madre”; fue la madre que pudo. Elena declara entonces su deseo de vivir, pese a todo. Pese a no tener más a su hija. Pese a un cuerpo que es una cárcel. Contra viento y marea, contra cualquier tormenta, ella quiere vivir. Hasta ahí, a grandes rasgos, el primer argumento.

El segundo, que interesa al psicoanalista, se centra en la oscuridad de Elena. Es verdad que Rita se suicida porque no quiere ya cargar con esa madre. Lo que la corrección política no puede ver, aunque la película lo muestre de una manera patente, es que lo que hace que esa madre sea insoportable no es su edad avanzada ni su enfermedad de Parkinson. Para decirlo de manera popular, la pobre y valiente ancianita es un arácnido extremadamente tóxico. Rita muere ahogada o envenenada por la mala leche materna. Hay en Elena un resentimiento ácido, un cinismo femenino que puede corroer cualquier semblante. No es casual que Rita compre una de esas figuras que cambian de color con el clima, y la vendedora le diga que el rosa es tormenta. Rita teme a la lluvia, a la tormenta, que es el alma atormentada de su propia madre. No por nada originalmente los huracanes tenían nombre de mujer, hasta que las feministas forzaron a que llevasen nombres de varones. Nietzsche dice en su Genealogía de la moral que no hay nada más tiránico que una mujer enferma. Un dictamen injusto, pero que denota cierta verdad en cuanto a la perversidad propia de ciertos personajes como el de Elena. Como es de rigor, el padre de Rita está ausente. No se lo menciona. Acaso Elena se encontró en la misma encrucijada que afrontó Isabel. A los 22 años tuvo una hija que tal vez no deseó, pero se hizo cargo de ella. La joven madre Elena ya destila resentimiento desde mucho antes de llegar a vieja y de enfermarse. Lo que no se entiende, salvo desde el psicoanálisis, es porqué Elena mantiene a su hija en un estado de minoridad perpetua, atada a ella como un apéndice, menospreciándola de manera incansable. ¿Por qué no la alentó a crecer, a hacerse independiente? Vemos que la madre no pierde oportunidad para hacerle notar a la hija quién es la madre, la que sabe y puede, mientras que Rita permanece infantilizada. Elena impugna todo lo bueno que Rita pueda lograr. Proclama ante los demás que su hija, eterna hija, no será madre. Si Rita tuvo éxito en algo, ella dirá “hubo suerte”. Si Rita tiene una mejor amiga, Elena le señala “no te quiere a vos, te usa como coartada para irse a coger con el novio”. Si Rita tiene un novio, Elena se encarga de menospreciarlo, de hacerle saber a su hija que ella no ha podido conseguir un hombre “de verdad”. Si Rita encuentra en el párroco una figura paterna, Elena lo mostrará como un pervertido. Si alguna muestra un atisbo de excitación sexual, es la madre (en una escena con el médico) y no la hija. Ella, Elena, se encarga de cerrar todos los caminos que podrían conducir a Rita hacia la exogamia. ¿Por qué hacerlo, si, en el fondo, no la quiere? ¿O acaso tal vez sí la quiso? No es para nada raro que el amor y el odio convivan en la relación madre-hija, así como en cualquier relación. Pero no se trata del odio, sino de la pulsión de muerte. No es el amor lo que la une a su hija. Al final, tal vez sin saberlo, Rita cumple con el deseo de su madre, que es un deseo de muerte. Por eso hay una verdad en la intuición de Elena. Alguien la mató. Sólo que al final descubre en el espejo de la verdad el rostro del asesino, que es ella misma. “Tú eres eso que buscabas”. Pero el veneno psicológico no aparece en las autopsias. Freud observó la fantasía de la niña de ser asesinada por la madre. Eso aparece en los cuentos infantiles, y si la cultura progre se empeña en borrarlos del mapa, no consigue neutralizar ese ácido que algunas madres prodigan a sus hijas mujeres, porque con los varones el ensañamiento nunca llega tan lejos.  

¿Por qué hay madres que no quieren a sus hijos, y a pesar de ello no los ceden en adopción? En principio, no es fácil hacer eso en una sociedad que las obliga a no “abandonarlos”. Eso, en parte, es verdad. Pero una razón más profunda y angustiante para todos es porque, como dice Lacan, buscan algo que devorar.

Louise Bourgeois, “Mamá”
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