Lo que queda
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Lo que queda

Un pasaje de las memorias del general Marbot narra las adversidades de la caballería francesa en la batalla del Katzbach (1813). Respondiendo al sueño de la unidad de Europa, Las tropas de Napoleón contaban con soldados de varias nacionalidades, entre ellos holandeses que integraban el 11º regimiento de húsares. En lo más tenso de un combate que exigía la entrega máxima de las fuerzas anímicas y físicas de cada hombre, el comando francés no logró llevarlos a la carga, y el regimiento permaneció inmóvil durante el trance.

A propósito de eso y como al pasar, el honesto Marbot cuya inquebrantable fidelidad a Napoleón nunca le impidió criticarlo, comenta irónicamente la ingenuidad del Emperador que había creído poder convertir a esos soldados extranjeros en franceses “por un simple decreto”. Acaso esa ingenuidad sea inherente a toda omnipotencia, y sobre todo a un nominalismo que estima la realidad como un material dócil y plástico al que se le puede dar la forma que dictaminen los cálculos y los consensos. El Gran Hombre de la historia de Francia, irrisoria encarnación del espíritu universal para Hegel, fue la expresión de una modernidad que descree de lo real, como muchos descreen todavía de la covid-19. Así, los nombres “alemán”, “italiano”, “inglés”, “español”, serían tan vanos como las palabras “hombre” y “mujer” en tanto no designan otra cosa que un estatuto civil. No anclan en nada real, sino en un consenso jurídico. Tras innumerables modificaciones del mapa de Europa, habríamos llegado a los albores del fin de la historia, a la convicción final de que la libertad de mercado es el único camino viable para la solución de todos los problemas, y de que la globalización nos llevará al punto en el que todos seamos ciudadanos del mundo. Hasta los psicoanalistas han aplaudido a quienes decretan que la diferencia sexual no existe, porque en el fondo las identidades -sexuales o culturales- no son más que bagatelas. El sujeto moderno esperaba entrar en el siglo XXI libre de toda marca -sobre todo libre de la marca sexual- y libre de toda tradición, como corresponde a un narcisismo post-paterno que no quiere deber nada a sus mayores.

Pero la marca de la grieta que divide al mundo -y no solamente a los argentinos- jamás fue borrada. A lo sumo fue barrida bajo la alfombra. El muro de Berlín jamás cayó del todo. La pandemia puso de manifiesto lo que siempre estuvo ahí, y es que Italia y Alemania no son lo mismo. La Unión Europea no es tan unida como se creía, la guerra entre China y los EEUU cobra un encono creciente, y la Bestia del libre mercado no ha conseguido la genuflexión de todos. Muchos aventuran hipótesis sobre el futuro. Esa tarea me excede. Aunque no descarto que, en lo esencial, nada cambie. Sigo creyendo, con Freud y San Agustín, que la historia es la historia de la lucha entre la libido narcisista y la libido del objeto. Siempre habrá hombres y mujeres que sólo piensen en los ídolos de su goce, en tanto otros tendrán registro de los verdaderos valores de la vida, que son los que nos ligan a lo Otro, y nos previenen de escupir hacia arriba, como lo hizo el Sr. Boris Johnson. Como sea, nunca fue tan cierto lo que Camus expresa en La peste, y es que el humanista, el sujeto de la modernidad, no cree en la plaga. Porque sólo sabe pensar en sí mismo. Y lo prueba el hecho de que el mundo sufra un azote del que Barack Obama ya prevenía en 2014. Pero, como ya se sabe, la salud pública no es rentable, cosa que nos enseñó muy bien la gestión del Sr. Macri.  

Cambie lo que cambie, recuerdo la pregunta que Günter Gauss formula a Hannah Arendt sobre qué permaneció en Alemania tras la Segunda Guerra Mundial. Ella fue categórica. “¿Qué queda?, Queda la lengua materna”.  Allí, en esa misma entrevista, la autora de Los orígenes del totalitarismo reconoce que es perfectamente posible para muchos cambiar la lengua materna por otra. Pero aunque la emigración la llevó a hablar y escribir en inglés, ella nunca perdió el lazo con el idioma original, siempre susurrante in the back of her mind. Observa agudamente que quienes renunciaron a sus orígenes pueden expresarse y razonar perfectamente, pero el proceso adquiere la forma del clisé, de la frase hecha, del sintagma cristalizado.  No hallo mejor descripción del sujeto de la modernidad que esa. Al menos del sujeto que la modernidad desea. ¿Habrá un cambio en las identificaciones? Más bien habríamos de preguntarnos sobre lo que nunca cambió de nuestras marcas identitarias, ingenuamente negadas por la hybris del neoliberalismo, entre muchas otras cosas.

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