La guerra de Malvinas: Una contribución a la teoría del trauma
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La guerra de Malvinas: Una contribución a la teoría del trauma

Según el Duque de Wellington dos cosas son las más horrendas del mundo. La primera es una batalla perdida. La segunda es una batalla ganada. Quien era uno de los más grandes profesionales de la guerra entendía muy bien el carácter trágico que subyace a toda guerra. Trágico no significa doloroso. Trágico es lo que nos confronta con la herida absurda de la vida. Es esa situación donde, obremos como obremos, igual nos sentiremos mal. Lo trágico encierra un enigma. Sólo el que ha combatido sabe que la victoria no carece de amargura. Celebrará el triunfo y la supervivencia, pero sabe que sus amigos están muertos o agonizan. Se alegrará de manera fugaz al principio, humanamente, de que el rayo le haya pegado a otros y no a él. Pero pronto llega el momento de recordar y lamentar. Entonces la perplejidad ante el capricho de la fortuna. Entonces el olor de los cuerpos quemados, el sonido de los gritos, la visión de la sangre, el tacto de la carne rota. Llegará a su casa y junto a la madre que lo recibe con lágrimas de alegría habrá otra madre petrificada por una espera sin consuelo. Sabe también que el enemigo a quien él mismo abatió era un igual. Sabe que ese hombre, más allá de su patria, de sus consignas, de las pujas entre estados, de las ideologías, era un soldado en el campo de batalla y, después de todo, un hermano. Sabe que el conflicto los juntó para siempre. Sabe que ese hombre era hijo de alguien, novio de alguien, padre de alguien. Todo análisis del hecho bélico, por lúcido que sea, no hará justicia ni a los vencedores ni a los vencidos. Los vencedores y los vencidos que estuvieron allí. Los pequeños vencidos, los pequeños vencedores. La esencia conflictiva de la guerra no culmina con la paz formal. El imposible retorno de los unos y de los otros es la prolongación de un conflicto insoluble cuya dimensión singular va más allá del logro o del fracaso de las metas políticas de la contienda. ¿Por qué? ¿Para qué? La facilidad de un humanismo que condene toda violencia no es menos negacionista del conflicto que la exaltación patriótica del heroísmo. La guerra siempre es trágica, y esto implica que no podemos clausurar su enigma afirmando simplemente que “está mal”, ni tampoco justificándola con argumentos políticos, económicos o patrióticos. Hay en ella algo que no cierra. Que no cerrará. Y que será olvidado.

En un lúcido texto sobre la cuestión de Malvinas (*), la investigadora Verónica Tozzi advierte que el olvido –tan activo como la memoria- puede darse no solamente por falta de representación, sino también por la imposición de una representación clausurada. Rubrica esa sombra en la que cae la víctima como limbo mnémico. Ese limbo es el lugar en que se mal-dice al que ha caído del escenario histórico aceptado por el Otro, o que se halla aplastado por los clisés con los que ese Otro ha logrado archivar su historia no contada en un cajón cerrado para siempre. En el caso de los ex –combatientes de Malvinas, la autora apela a un trabajo de Rosana Guber quien identifica tres miradas igualmente petrificantes que anulan la dimensión trágica de la experiencia atravesada por esos hombres (nombrarlos como “hombres” y no como “chicos” ya es un acto de reparación). Una es la del bando enemigo que los destaca como técnicamente inexpertos. Hay que decir que no todos los militares ingleses piensan igual, sobre todo los que participaron del conflicto. Al fin y al cabo el Teniente Coronel Herbert Jones, que con 42 años era una leyenda entre sus tropas y el oficial de más alto rango en las Islas, fue irónicamente, trágicamente, abatido por uno de aquellos inexpertos de 19 años. La segunda mirada es la de los militares argentinos que, como “defensores de la iniciativa oficial” promueven el relato heroico y patriótico. Aquí también es necesario matizar este punto, dado que entre los militares que combatieron allí no siempre la reivindicación de su lucha se traduce en una defensa del plan de recuperación orquestado por los altos mandos de la dictadura. La tercera, y acaso la más importante, es la de la mayoría de los civiles argentinos que ven a los ex –soldados como víctimas de la dictadura militar, despojándolos de su condición de ex -combatientes. Ninguna de estas tres miradas, según Guber, logra apreciar la complejidad de las memorias de los soldados. Decir que eran “chicos” o decir que eran “héroes” clausura la cuestión, por más que sea cierto que eran chicos y que también sea cierto que muchos tuvieron un desempeño que podría considerarse heroico.

Aquí Tozzi remarca las representaciones que el mismo cine argentino ofrece sobre los combatientes. Un ejemplo paradigmático es la película Iluminados por el fuego (Bauer, 2005) donde para el director es imposible ver en los inofensivos protagonistas a soldados capaces de combatir, como si hacerlo equivaliese a reivindicar la dictadura o los bronces nacionalistas. Ciertamente la decisión de recuperar las Islas estaba destinada al fracaso, y no por la superioridad del enemigo sino por lo pequeño del objetivo: salvar el prestigio de las Fuerzas Armadas. Si la meta hubiese sido otra, las cosas seguramente habrían sido diferentes más allá de la victoria o la derrota. Pero no fue el caso, y esto debe señalarse activamente en nuestra memoria. Sin embargo, “las vanas arengas de los vanos generales” no deberían arrebatar a los combatientes su dignidad de tales, ni lo trágico de su condición. La exaltación heroica que la derecha hace del combatiente está lejos de hacerle un bien. En sí eso no reside tanto en el enunciado “héroe”, sino en la enunciación, en la intención que subyace a ese discurso, que en el fondo busca reparar a la Institución como brazo armado de un sector ideológico. Por su parte, lo advierta o no, el progresismo les hace un magro favor cargándolos con el sayo de la víctima. Porque como bien dice Elizabeth Roudinesco, la compasión por la víctima es la forma políticamente correcta que asume el odio al Otro en la sociedad liberal. Y lo cierto es que el ex – combatiente es una figura secretamente odiada, exiliada en el limbo mnémico. Como todo guerrero, está afectado por la condición del tabú. Encarna un tema incómodo, del que ni la derecha ni la izquierda quieren saber nada. Por la izquierda los combatientes quedaron pegados a la dictadura y sólo pueden ser recordados como víctimas pasivas del autoritarismo. De otro modo, se convierten en soldados, y es como si el uniforme, el fusil y la condición viril los convirtiese en cómplices del genocidio y la brutalidad. Por la derecha no solamente emerge el recuerdo de que la guerra selló el fracaso más rotundo y contradictorio del neoliberalismo argentino. También está el simple hecho de que esos soldados no lucharon contra subversivos marxistas o peronistas, ni contra el ejército cubano. Lo hicieron, para escándalo y pena del cipayo nacional, contra “gringos de mierda” según la espontánea expresión del Capitán Carballo durante el ataque a una de las fragatas del idolatrado “primer mundo”.

El ex –soldado queda atrapado en una tierra de nadie, entre el triunfalismo chovinista y el repudio radical del “progresismo”. Ante ello resulta oportuno que la autora rescate una idea de Todorov, para quien solamente el retorno al relato trágico puede evadir el “limbo mnémico“, en el que desde el psicoanálisis reconocemos la condición de lo traumático, de lo que no puede acceder a la rememoración. La historia basada en datos, fechas, cálculos, todos ellos ordenados desde una interpretación ideológica de cualquier signo, deja por fuera lo esencialmente traumático de la experiencia de quien fue allí un soldado argentino. Para los isleños no habría conflicto, siendo que la tierra que es su hogar –discusión de soberanía aparte- fue invadida súbitamente por tropas de un país extraño regido por una dictadura. Los militares ingleses tampoco se hallaban en un desgarro ético, aunque algunos no acordasen con la medida del gobierno neoliberal de la Sra. Thatcher. La posición más difícil, más asaltada por las contradicciones, era sin duda la del soldado argentino. Por eso lo traumático es algo que permanece intocado por la ciencia de la política y la ciencia de la guerra. Sólo la poesía, sólo el mito, sólo la tragedia, pueden articular algo de lo inarticulable. Diremos entonces con Neruda:

¿Para qué sirven los versos si no es para esa noche
en que un puñal amargo nos averigua, para ese día,
para ese crepúsculo, para ese rincón roto
donde el golpeado corazón del hombre se dispone a morir?

be recordar que, como Wellington, todo auténtico soldado es quizás un guerrero aplicado a la manera de Jean Paulhan, de Ardjuna, en el Bhagavad Gita, o de Lord Nelson en Trafalgar. Alguien que cumple con lo que tiene que hacer sin por ello adherir fanáticamente a los ideales convocantes ni a la expectativa del resultado. Lacan vio en ello algo del fin del análisis. Pero acaso para llegar a ese fin sea necesario atravesar los senderos de la tragedia, que tal vez no siempre nos conducen a una representación fascinante y clausurada. Es lo que más rescato como psicoanalista del trabajo de esta investigadora, y es que la retórica de lo trágico, contra lo que suele creerse, aloja lo singular sin ahogarlo en la generalidad. Abre. No cierra. Brinda las herramientas con las que podemos hallar el mejor modo de decir lo que es imposible de decir.

* Tozzi, V., “Malvinas como disputa, Tragedia, autorepresentación y limbo mnémico en el encuentro con el pasado reciente”, en Pensar la democracia, imaginar la tansición (1976/2006).

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