El narcisismo de los iconoclastas
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El narcisismo de los iconoclastas

Cuando la investigación psicoanalítica, que en general se contenta con un material humano vulgar, pasa a recaer sobre una de las grandes figuras de la Humanidad no persigue los fines que a menudo le son atribuidos por los profanos. No tiende a ennegrecer lo brillante y derribar lo elevado y no halla satisfacción en aminorar la distancia entre la perfección del gran hombre y la acostumbrada insuficiencia de lo humano. S. Freud, Un recuerdo infantil de Leonardo de Vinci.

Un usuario de facebook comparte un artículo en el que se proclama, una vez más, que la obra de Freud no es de Freud, sino de Sabina Spielrein. Fiel a su espíritu, el autor acompaña el texto con una foto de Sabina Spielrein que no es de Sabina Spielrein, sino de Lou Andreas-Salomé. Se nota por demás que ése que viene a rescatarnos de nuestra ignorante idolatría hacia el padre del psicoanálisis no tiene la menor idea de quién fue Sabina Spielrein. Tampoco de quién fue Lou Andreas-Salomé, y menos todavía de quién fue Sigmund Freud.

“La envidia” de Giusto Le Court

Estas publicaciones me sirven, cada tanto, para depurar mi lista de contactos. Pero lo que me mueve a ello no es la ignorancia de quien publica, dado que yo mismo incurro muchas veces en ella. No se trata del error, sino de la infatuación de quien cree que puede rebajar la grandeza sin haberse confrontado con ella. La grandeza existe, y no hay nada místico ni sobrenatural en ella. Digamos, por ejemplo, que escuchamos a Luciano Pavarotti cantar Che gelida manina. Hay personas a las que no les pasa nada con eso, dado que bien puede no gustarnos la ópera para nada. Incluso puede haber quien guste de la ópera pero que no halle en Pavarotti a su tenor predilecto. Pero entre quienes reconocen ahí cierta grandeza, hay dos reacciones diferentes que dan título a una obra capital del psicoanálisis que debemos a Melanie Klein: envidia y gratitud.

Algunos disfrutan y agradecen la grandeza del artista o del pensador. Ello hace posible además que puedan servirse de ella, y que eso sea una herramienta para encontrar su propia grandeza. Otros experimentan el talento del otro como algo que los humilla, casi como una vejación. La envidia los embarga ante lo que no pueden percibir más que como una completud imaginaria insoportable, que no es otra cosa que el reflejo especular de su propio narcisismo. Viven como una injuria todo aquello que se destaque. Necesitan desesperadamente convencerse y convencer a otros de que Shakespeare no escribió las obras de Shakespeare, sino, por ejemplo, Lucy Negro, una conocida prostituta de Londres. Así tampoco Borges escribió las obras de Borges, sino su madre. Las esculturas de Rodin no son de Rodin sino de Camille Claudel, y los goles de Maradona no fueron hechos por Maradona sino por la hermana gemela de Maradona, oculta infamemente a la opinión pública durante mucho tiempo.

Más allá de su significado religioso original, un iconoclasta sería quien destruye pinturas o esculturas sagradas. Pero el sentido que nos interesa es el de ser alguien que va contra los ideales y gusta de refutar leyendas, como los miembros de esa secta de Villa del Parque de los que habla Alejandro Dolina en sus Crónicas del Ángel gris. El psicoanalista no se cuenta entre este tipo de gente, contrariamente a lo que muchos creen. Reconocer la grandeza y saber arreglárselas con ella no supone ninguna idealización. Es el iconoclasta quien es víctima de ella, que es justamente la que lo mueve al acto destructivo, a su miserable e irrisoria rebelión. Una vez más, Melanie Klein nos asiste para recordarnos que el envidioso vive el objeto como algo persecutorio, y que eso es precisamente la otra faz del objeto idealizado. El buen objeto, en cambio, es algo completamente diferente y que no necesitamos destruir para nutrirnos de él.

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