Ecce homo
Una dilatada lista de personajes de diferentes novelas está inspirada en su persona. Fue psiquiatra, psicoanalista, agitador político y miembro de las vanguardias artísticas. El más original de los representantes de la izquierda psicoanalítica en sus ideas y en su vida. También es el menos conocido. A diferencia de los que vinieron después como Deleuze y Guattari, más que predicar la esquizofrenia se podría decir que la practicó. Su existencia estuvo marcada por el genio y el exceso. Fue médico de barco. Viajó a Sudamérica. Sirvió en un regimiento húngaro durante la guerra. Frecuentó los círculos del movimiento expresionista, el dadaísmo y el anarquismo. Trabajó como asistente de Kraepelin, a quien quiso denunciar por su ignorancia del psicoanálisis. Acusó a Bleuler de haberle plagiado sus ideas acerca de la “demencia sejuntiva”, entidad que anticipaba en cierto modo la noción de esquizofrenia. Décadas después, Manfred Bleuler no reconocería el plagio pero sí la injusta omisión del nombre de Gross en la historia de la psiquiatría. Silvia Tendlarz lo señala como el primer psiquiatra que formuló una elaboración teórica de la psicosis basada en las ideas freudianas, y también como “el primer psicótico en análisis”. Sobresalió entre los iniciadores del movimiento psicoanalítico. Freud lo consideró como una poderosa originalidad. Jones fue iniciado por él en la práctica del psicoanálisis. Fue Privatdozent de Psicopatología de la Universidad de Graz. Era el hijo único de Hans Gross, un destacado jurista que fundó la criminología moderna; abrumadora sombra, pilar del orden, de la higiene social, de la selección y la clasificación, que pesó sobre él durante toda su vida. Acaso el estigma paterno favoreció su amistad con Franz Kafka y que juntos soñaran una revista para luchar contra el patriarcado, que no se publicó. Carl Schmitt lo nombra entre los principales pensadores del anarquismo, al lado de Bakunin y Kropotkin. Abusó de la morfina, la cocaína y el opio. Pasó por varias curas de desintoxicación. Escribió trabajos de psicoanálisis. Deslumbró a la mayoría de los intelectuales que lo conocieron, y con frecuencia a sus mujeres también. Participó del círculo de Heidelberg. Max Weber rechazó un escrito suyo. Influenció a Franz Jung, Erich Mühsam, Franz Werfel, Max Brod y D. H. Lawrence, entre varios otros. Estuvo en el primer congreso psicoanalítico internacional de Salzburgo en 1908, en el que Freud le habría advertido: “somos médicos, y seguiremos siendo médicos”. Se internó en Burgölzli (el certificado que solicita su internación está firmado por Freud). Se fugó de Burgölzli. Desoyendo una advertencia de Freud que le aconsejó limitarse a la cura de desintoxicación de Gross, Jung intentó analizarlo durante su internación. Se sabe que alguna de esas sesiones duró 24 horas. El resultado de esa maratón fue que Gross analizó a Jung, y logró que éste lo viera, ominosamente, como “un hermano gemelo”. No llegó al diván de Freud, quien pareció haberse sentido aliviado por no tener que confrontarse con los demonios de Gross. Fundó lo que hoy podríamos ver como la primera comunidad hippie, o ensayo de “cultura alternativa” en el barrio de Ascona. Predicó -y practicó- “el inmoralismo sexual”, el consumo de drogas, la revolución, el feminismo. Fue un formidable adversario del orden social que a menudo ocupó a la policía. Se declaró partidario de la eutanasia y del suicidio asistido. Culpado de la muerte de Lotte Chatemmer y Sophie Benz, ambas pacientes suyas a quienes habría ayudado a morir por motivos humanitarios, se defendió en una carta abierta a Maximilian Harden. Fue amante de Frieda von Richthofen, que era esposa de D. H. Lawrence y pariente del legendario Barón Rojo. Simultáneamente intimaba con su hermana Else von Richthofen, casada con el economista Edgar Jaffé, a la que embarazó. Antes de su rompimiento con Gross, Max Weber fue el padrino de aquél niño que llevó el mismo nombre que el hijo que Gross tuvo por esa época con su propia esposa, Frieda Schloffer. Anticipó algunas de las tesis de Reich, de la antipsiquiatría, de Owen Renik, de los entusiastas del género, de Deleuze y Guattari. Criticó la violencia parental, así como el uso policial del diagnóstico y de la internación. Se analizó sin consecuencias con W. Steckel. Fue un inclasificable. Jones lo nombra como “un genio que más tarde desembocó en la esquizofrenia”. Jung arriesgó “neurosis obsesiva” primero, y “demencia precoz” después. Bleuler fue de la misma opinión. Freud, en cambio, mantuvo siempre cierta reserva y vio en los excesos de Gross la manifestación de una “paranoia cocaínica”. A instancias de su padre un operativo policial lo arrancó de Alemania para forzar su internación en un manicomio austríaco. Una campaña de prensa internacional abogó con éxito por su liberación. Menguante y errático, progresivamente aislado y aprisionado en el círculo de sus ideas, siguió escribiendo sin embargo con lucidez y denunciando el abuso del poder médico sobre otros y sobre sí mismo. Fue objeto de peritajes, de los que se defendió. Sospechado de homicidio y mala praxis, diagnosticado como insano, decayó progresivamente. Conoció la indigencia, el abandono de sí. Murió de hambre y de frío en una calle de Berlín. La comunidad académica lo olvidó con decisión. Únicamente los literatos guardaron su memoria. El anatema de su nombre devino un daño para el movimiento freudiano que, razonablemente, lo suprimió. La izquierda analítica tampoco se acordó de él. El cementerio judío, por error, albergó sus restos.
Un precursor del anti-edipo
En 1985 escuché hablar de Otto Gross por primera vez durante una conversación con el Dr. Aarón Saal, actualmente Profesor de la Universidad de Córdoba, y a quien debo el acceso a algunas traducciones directas del alemán de los trabajos de Gross, además de muchas referencias bibliográficas sobre su vida contenida en artículos inéditos. Igualmente necesario es mi reconocimiento a la gentileza de la Dra. Silvia Tendlarz que me facilitó una importante selección de escritos de Gross traducidos al francés, así como dos trabajos suyos sobre él. La breve presentación que hice del hombre apenas sugiere la magnitud dramática de una vida que interesó al arte, al psicoanálisis, y a la política. El personaje fascinó en un sentido o en otro. Después de su caída muchos compartirían el juicio lapidario y ciertamente enconado que Jung emite sobre él en una carta no publicada, dirigida presumiblemente a Wittels, que se transcribe en uno de los trabajos inéditos que me hizo llegar el Dr. Saal. Dice en esa carta Jung: “He conocido en efecto bien al Dr. Gross y esto ocurrió hace 30 años cuando fue internado en la clínica de Zúrich por su adicción a la cocaína y la morfina. De genialidad propiamente dicha no puede hablarse, sino más bien de una inestabilidad genial, que deslumbró a las personas. Ejerció el psicoanálisis en las tabernas de peor fama. Normalmente las historias transferenciales terminaban con un hijo ilegítimo… Él se alegraba de un delirio de grandeza ilimitado y era siempre de la opinión de que trataba a los médicos, a mí mismo inclusive… Signos de genialidad no observé ninguno, a no ser que se vea como síntomas creativos el parloteo inteligente y el merodear alrededor de problemas. Estaba social y moral completamente arruinado… Se juntaba fundamentalmente con artistas, literatos, agitadores políticos y degenerados de todas las clases y celebraba en el barrio de Ascona lamentables orgías”.
En su primer carta a Freud, Jones menciona la notoria antipatía que Jung sentía hacia Gross y que databa incluso desde antes del amargo fracaso que representó su intento de analizarlo. Hay que remarcar que cuando Jung le informó a Freud de su éxito en el análisis de Gross, al poco tiempo éste se escapó de Burgölzli saltando el muro. Pero antes de ese traspié, su opinión sobre Gross era muy otra. Basta esta línea de su carta a Freud del 25 de agosto de 1908, donde habla del tratamiento de Gross: “En los puntos donde yo no podía progresar, me ha analizado él a mí. De este modo he obtenido provecho también para mi propia salud. (…) Es un hombre de una corrección poco frecuente, con quien se puede vivir en forma extraordinaria, tan pronto se resignan los propios complejos.” La respuesta de Freud a Jung en la carta del 29 de ese mes muestra que el maestro tenía en alta estima el talento de aquél perturbador paciente: “Gross es una persona valiosa y una cabeza tan fuerte, que su trabajo tiene el valor de un logro para toda la gente.” Jones reconocía la genialidad de Gross, y Ferenczy mismo, que podía aspirar a ser un discípulo favorito le rinde homenaje en su carta a Freud del 22 de marzo de 1910: “Estoy leyendo la obra de Gross sobre la inferioridad, y me encanta. No cabe duda: entre los que le han seguido hasta ahora, él es el más importante. Es una lástima que se arruine.” El comentario final pone en evidencia el carácter ambivalente y trágico del perfil.
El sesgo a la vez literario y psicopatológico de la carrera de Gross vela a menudo la consideración de sus ideas. Es posible que muchas de ellas representen ahora algo fatigado y previsible después de Adler, Reich, Marcuse, Deleuze, Jessica Benjamin, Judith Butler, los gay-lesbian studies y las perspectivas queer. Lo que sorprende es la originalidad de quien fuera el primero en sostener esos puntos de vista dentro del medio analítico y acaso también el darnos cuenta de que lo que actualmente –y desde hace décadas- se nos presenta siempre como novedades rutilantes ya circulaba en los medios intelectuales de fines del siglo XIX. La tan resonada idea de una inminente feminización de la cultura es algo que se viene proclamando desde esa época (por ejemplo, en La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna). En gran medida la obra de Gross denota cierto sincretismo teórico en el que con mayor o menor fortuna intenta sintetizar las ideas de Wernicke (de quien toma la hipótesis de sejunción), de Freud, de Nietzsche y de Bachofen. Recordemos que este último es quien introduce la idea del matriarcado o derecho materno (Muterrecht) que postula la existencia mítica de una edad de oro, un estado cultural previo a la entronización de la familia patriarcal. La noción de una recuperación de esa beatitud originaria se expresa en tres ideales propios de la modernidad que se encuentran estrechamente unidos y se implican mutuamente: la destitución del patriarcado; la legitimación de todas las formas de la sexualidad; la promoción del rol de la mujer en la sociedad. Estas banderas empezaron a levantarse desde fines del siglo XIX y Gross las defendió con fervor. Los objetores del régimen edípico, es decir, del Padre, desde él hasta las teorías queer, aparecen también como promotores de las sexualidades alternativas, de la militancia homosexual, del feminismo, de las ventajas de la “esquizofrenia generalizada” y de la idea de una nueva humanidad que surgiría a partir del retorno a un orden social organizado en torno al protagonismo de la mujer. Según la carta de Jung a Freud del 25 de septiembre de1907, “El Dr. Gross me ha dicho que suprime inmediatamente la transferencia al médico, ya que convierte a las personas en sexualmente anormales. La transferencia al médico y su persistente fijación sería tan sólo un símbolo monogámico y por ello, como símbolo de represión, constituiría un sistema. El estado auténticamente sano para el neurótico sería la inmoralidad sexual.” Esa audaz concepción anticipa a mi entender, con escasas diferencias, el “esquizoanálisis” de Deleuze y Guattari que repudian la transferencia como un “abyecto deseo de ser amado”, un estado “llorón e histérico”, mientras exaltan la falta de fe propia del esquizofrénico al que comparan con el revolucionario (G. Deleuze y F. Guattari, El Anti-Edipo, Capitalismo y esquizofrenia, Paidós, Buenos Aires, 1985, págs. 14, 31, 71.) Tres puntos cardinales del pensamiento de Gross son compartidos por casi todos los representantes de la izquierda analítica y merecen ser destacados. En los dos primeros, como se verá, Gross se distancia parejamente de Freud y de Lacan. Pero el tercer punto toca –y anticipa- el núcleo del debate entre Lacan y el fundador del psicoanálisis. Ese último punto, que se refiere al lugar del padre en el psicoanálisis, es sin dudas el más interesante. Pero los otros dos no pueden ser evitados.
La primera cuestión en la continuidad entre el campo del deseo y el campo social, es decir, entre terapia y revolución. Gross toma la subversión analítica en un sentido literalmente político. En “Cómo superar la crisis cultural” (1913) sostiene que “la psicología del inconsciente es la filosofía de la revolución”, porque el conflicto es entre el individuo y la norma general impuesta por la autoridad exterior. Concibe la curación como “la consolidación de valores individuales”, “la liberación del influjo sugestivo de la educación”, y “la creación de una nueva ética”. Es lo que declara en 1908 en “Violencia parental”, un artículo de perfil antipsiquiátrico en el que denunciaba la internación, forzada por parte de los padres, de Elizabeth Lang, hija de un renombrado escultor que se había analizado con él. Ahí trataba de fusionar a Nietzsche con Freud al pensar que son las personalidades más singulares, “las inquietantes excepciones”, las que sufren más dramáticamente el conflicto con la autoridad exterior y los imperativos de la generalidad. Haciendo del psicoanálisis una herramienta para la revolución social, se distancia de Freud y también de Lacan que en La ética del psicoanálisis advierte que el conflicto psíquico no es reductible “a los desordenes de la ciudad y los trastornos de la jerarquía”. Cuando Freud le recordó a Gross que los psicoanalistas son “médicos”, preservaba el lazo de la experiencia analítica con la clínica y la autonomía del campo del deseo respecto de todo ideal reformista. Algo similar hubo en la reacción de Max Weber cuando rechazó publicar un artículo de Gross expresando que ese escrito se trataba de “un sermón”. No es difícil comprobar que ciertos progresismos encarnan hoy, con un nuevo ropaje, la enunciación del puritanismo y la mojigatería.
Consecuentemente, el segundo punto es el de la desexualización de la dinámica conflictual. En el ya citado trabajo del año 1913, el campo de lo sexual se presenta únicamente como el terreno en el que se produce el conflicto, pero no como su causa. Gross se acerca a Adler enfatizando el protagonismo de las relaciones de poder cuya confrontación se evidencia con mayor claridad en el plano sexual entendido como mero campo de batalla, pero cuyo rol productivo sería secundario. Anticipa entonces, junto a Adler, la desestimación de lo sexual que es tan cara a los teóricos de la izquierda analítica y que hoy sostiene la perspectiva de género bajo la rúbrica de la novedad. Carl Schmitt advierte que Gross, al igual que todos los anarquistas de su época, ve al pueblo como básicamente bueno y al magistrado como esencialmente corruptible. Así la relación amo-pueblo, al igual que la de varón-mujer, es presentada como una relación de poder y de abuso. Lo femenino sería la suma de las bondades y la dominación viril la fuente de todo mal. En “La simbólica de la destrucción” (1914) Gross plantea una violencia esencial en la relación heterosexual tal como el patriarcado la concibe. El sojuzgamiento de la feminidad es “el traumatismo más general de la humanidad, y es de ahí que nace el sufrimiento que experimenta la humanidad de ser lo que es.” Más allá del tono de prédica y reivindicación, la idea no resulta ajena del todo al pensamiento de Freud y mucho menos al de Lacan. Tiene además una resonancia especial respecto de cierto “empuje a la mujer” que a menudo se observa en la comunidad analítica. Denuncia lo que a la luz de Lacan podríamos entender como una violencia del significante amo que lleva al sujeto a la alternativa de “violar o ser violado”, y postula lo que para él sería el fundamento de toda ética, que residiría en “el deseo de no dejarse violar y de no violar a otros”. A la luz de esta perspectiva, podríamos ver la homosexualidad como una suerte de “objeción de conciencia” similar a la de quien se niega a hacer el servicio militar y cumplir órdenes criminales. Bajo esta mirada las relaciones entre los sexos se desexualizan y son reinterpretadas como relaciones de poder. Es ésta la otra brecha importante que separa a Gross de Freud y de Lacan.
De un pecado original: Gross y el seminario inexistente de Lacan
El tercer punto resulta a mi juicio más interesante, y entiendo que puede ser aislado de los otros dos. Reside en la concepción del pecado original. Entre todos los artículos de Gross decidí demorarme en uno cuyo título es “La concepción fundamentalmente comunista de la simbólica del paraíso” (Die kommunistische Grundidee in der Paradiessymbolik). Dispongo de una traducción del alemán al francés de Jeanne Etoré que aparece en el libro Otto Gross, Révolution sur le Divan, Solin, 1988, y de una traducción directa del alemán al castellano de Horst Rosenberger. Su lectura me deparó una sorpresa, sobre todo al darme cuenta de que esa “concepción comunista” implicaba algo más que una idea política. Llamó mi atención de entrada la referencia a la inmersión del sujeto viviente en el orden simbólico: “Si uno se imagina que se encuentra en la situación de aquél que se confronta con un pueblo extranjero queriendo llegar a darse a entender, uno se ve ante el insondable problema del esfuerzo que realiza todo niño para aprehender su lengua materna y que cobra para el adulto una dimensión incomprensible”. Esto que se nos describe bajo la especie de una violenta alienación, deja un resto que de acuerdo con Gross se proyecta en los fantasmas acerca de lo sobrenatural, en el más allá, y en la añoranza de un paraíso perdido. No es difícil apreciar las resonancias lacanianas de esta idea, solamente que para nuestro autor aquello que no se somete a la influencia normativa del medio exterior sería una individualidad innata que él supone como algo dado. Pero Gross había intuido de un modo agudo el rol del lenguaje en los procesos inconscientes, lo que se pone de manifiesto en la concepción que él tenía de la influencia de las cadenas asociativas en los fenómenos de la psicosis. Comprendió desde un principio al inconsciente como un proceso de pensamiento que denominó “función cerebral secundaria”. No era además, con toda seguridad, un partidario del reforzamiento del yo, ni de la adaptación como criterio de salud.
Lo más importante es lo que sigue. El pecado original no fue para Gross un pecado de soberbia, ni tampoco un pecado sexual. Sostiene que una lectura atenta de Génesis III, 16, demostrará que el matrimonio y la dependencia de la mujer respecto del orden masculino son actos contrarios a la voluntad de Dios, y que la letra misma del Génesis nos estaría diciendo que el pecado fundamental residió en haberse sometido a la ley, al discernimiento del bien y del mal, al abandono del matriarcado. Porque esto, abandonar el matriarcado, siempre según nuestro autor, no significa haberle quitado el poder a la madre sino abrazar un sistema normativo, un canon de valores y de reglas, de jerarquías. En suma: en la aceptación de un padre reconocido y por lo tanto en la entronización de la autoridad paterna y la posesión sexual. Reconocemos ahí la excepción paterna que funda la regla. En cambio, lo que Gross designa bajo la rúbrica del matriarcado, y sin distinción alguna entre lo femenino y lo materno, aparece no como la transferencia de poder del padre a la madre sino como una lógica diferente de las relaciones humanas. “El matriarcado no conoce límites ni normas, no hay moral ni control en lo que concierne a la sexualidad”, asegura Gross. Acaso alguien podría inclinarse a ver en la ausencia de límites que Gross atribuye al matriarcado un eco de la lógica del no-todo de Lacan dado que “no-todo” significa, estrictamente, “sin limites”. Si bien es lícita la consideración de las similitudes y de las diferencias, el juicio no debería apresurarse. Siguiendo a Gross, el pecado original habría sido entonces el de la expulsión radical de las divinidades femeninas, del culto de Astarté por ejemplo, y su sustitución por un “monoteísmo teocrático y autoritario”. Reconocemos ahí la operación de la metáfora paterna, solamente que Gross la valora de un modo harto diferente. Esta posición estaba muy difundida en el pensamiento anarquista, y por eso Carl Schmitt decía a principios del siglo pasado que “…los anarquistas actuales miran la familia monógama y asentada sobre la autoridad paterna como verdadero estado de pecado y preconizan la vuelta al matriarcado…” (Carl Schmitt, Teología Política, Editorial Trotta, 2009, Madrid, pág. 57). Gross se cuenta así como el primero dentro del movimiento psicoanalítico en pensar que el pecado original reside en la exaltación del padre, en la promoción del monoteísmo y en el rechazo de lo femenino. Si bien Gross nunca dejó de considerarse un discípulo de Freud, sabemos por elaboraciones posteriores que ese pecado original pone sobre la mesa el protagonismo del régimen edípico, y sobre todo la primacía de la perspectiva del deseo sobre la del goce. De algo podemos estar seguros: si Lacan dijo en su seminario del 13 de abril de 1976 que había que ir más allá del padre después de haberse servido de él, posiblemente Gross hubiera encontrado lo último como una imposibilidad, tal como muchos otros lo declararon explícitamente después y lo siguen haciendo. La enseñanza de Gross postula el imperativo de prescindir del padre de un modo radical. Pero el punto álgido que toca su artículo es el mismo que Lacan mencionó en la única clase de su malogrado seminario: la cuestión de la pluralización de los nombres del padre. Un tema acaso no completamente elucidado en lo que se refiere a la articulación entre la enseñanza de Freud y la de Lacan. En su curso Extimidad, J.-A. Miller dice que la función del padre es lo que del judaísmo se encuentra presente en la teoría freudiana, porque en esencia el judaísmo residió en haber elevado al padre al rango de Dios único. Fue el paso decisivo que suprimió a las religiones maternas. Miller reconoce que este “pasaje de las religiones del goce del Otro al monoteísmo paterno repite la estructura del complejo de edipo” (J.-A. Miller, Extimidad, Paidós, Buenos Aires, 2010, pág. 195). Es lo que sostuvo Lacan en su excepcional seminario del 20-11-1963: “El hebreo odia la práctica de ritos metafísico-sexuales que en la fiesta unen a la comunidad con el goce de Dios. Destaca, por el contrario, la hiancia que separa el deseo del goce.” (J. Lacan, De los Nombres del Padre, Paidós, Buenos Aires, 2005, pág. 100). Se muestran allí dos caminos en la tradición religiosa que de alguna manera alcanzan también al psicoanálisis: la perspectiva del goce y la del deseo, Astarté o el dios único de Abraham, Isaac y Jacob. ¿Fue una casualidad que en su seminario del 6 de junio de 1956 Lacan haya ilustrado la noción de punto de almohadillado a través del comentario de la obra Atalía, de Racine? Atalía es conocida como la cruel reina de Judá que abjurando de Javeh intentó reconducir a los judíos hacia el culto de Astarté. Aquí es pertinente recordar que en su carta a Fliess del 24 de enero de 1897 Freud aventuraba la idea de que las perversiones “son los residuos de un antiquísimo culto sexual que en el Oriente semita quizá haya sido alguna vez una religión (Moloch, Astarté)…” Es decir que Freud jugó con la idea de que las perversiones serían una supervivencia de esos ritos metafísico-sexuales aludidos por Lacan en aquella clase singular. La idea del dominio de las mujeres esconde a menudo el fantasma del dominio materno; un fantasma prioritariamente masculino, de perfil fetichista-perverso, básicamente homosexual y, sobre todo, filial. La rebelión en contra del padre es ciertamente muy cara a los varones afectados por una “sensibilidad de complejo paterno”. La idealización del goce de la transgresión, la promoción de lo queer, de la pluralidad sexual, y del imperio de lo pretendidamente inclasificable suele ser algo a lo cual resultan muy afectas las perversiones además de algunas formas de presentación de la histeria. Estas personas se tienen a sí mismas por pecadores “originales”. Debo decir, sin embargo, que en mis años de experiencia como psicoanalista no encontré jamás nada más queer, nada más original, que la feminidad. Eso es, tal vez, lo único inclasificable. A excepción, quizá, de la idea misma del Padre. Pese a que las diversas especies del feminismo se presentan en batalla contra el patriarcado, o contra el imperio del régimen edípico en el ámbito del psicoanálisis, cabe recordar lo que Lacan sostiene en “Ideas directivas para un congreso sobre la sexualidad femenina” cuando afirma que la mujer se mueve en el Edipo “como pez en el agua”. Y acaso no esté de más traer aquí un fugaz comentario de J.-A. Miller que aparece en la página 57 de su curso sobre los semblantes donde sostiene que las mujeres son las defensoras “más feroces” del régimen edípico (Miller, J-A., De la naturaleza de los semblantes, Paidós, Buenos Aires, 2002). Ciertamente no por decirlo les da la razón, pero lo interesante es que según se muestra más adelante, en la página 71 de la clase siguiente, ese comentario habría molestado a ciertas personas que, al parecer, encontraron que decir que las mujeres defienden al Padre es hablar mal de ellas. ¿Intuyeron negativamente que hay una dimensión de lo femenino que no responde a ideal alguno y que existe una distancia importante entre abrazar a una mujer y abrazar la Democracia?
En este punto ya nos alejamos del objetivo de este artículo. Hemos querido traer a Gross de su exilio y levantar la maldición que pesa sobre su nombre. Tal vez no sea yo el más indicado, dado que como freudiano difiero con su perspectiva y mis simpatías no se orientan hacia el personaje a pesar de que su humano destino no me sea ajeno y me conmueva. Pero merece ser reconocido como una figura muy importante del psicoanálisis, y con seguridad sería interesante hacer un estudio comparativo de sus ideas con el Moisés y la religión monoteísta de Freud, y la única clase del seminario inexistente de Lacan. Si el libro en el que figuraban todos los excomulgados y anatematizados por la Iglesia fue conocido como “abominario”, entonces podemos decir que el nombre de Gross encabezó el abominario del psicoanálisis. Jung, cuyo “libro rojo” acaba de aparecer, no resultó ajeno a ese destino, aunque por designio propio. Ciertamente con una suerte muy distinta, Lacan figuró también. ¿Conoció él la obra de Gross? Tal vez no, pero hubiera sido probable. Acaso después del examen del caso Gross uno entienda mejor por qué Lacan se abstuvo de dar su inexistente seminario.
Bibliografía
- E.Jones, Vida y Obra de Sigmund Freud, Ediciones Hormé, 1976, Buenos Aires, tomo II, págs.. 40-1, 44.
- S. Freud, Obras Completas, “Los orígenes del psicoanálisis”, Biblioteca Nueva, Madrid, 1973, tomo III.
- Sigmund Freud/Carl Gustav Jung, Correspondencia, Taurus, 1978, Madrid
- Sigmund Freud/Ernest Jones, Correspondencia completa 1908-1939, Editorial Síntesis, 2001, Madrid, carta del 13 de mayo de 1908.
- Sigmund Freud/Sandor Ferenczy, Correspondencia completa, volumen I, 1908-1911, Editorial Síntesis, 2001, Madrid, pág. 199.
- Vernik, Esteban, El otro Weber, Ediciones Colihue, Buenos Aires, 1996
- Tendlarz ,Silvia y Palomera, Vicente, “Otto Gross et le négativisme psychotique”, en Actes de l’École de la Cause freudienne, L’expérience psychanalytique des psychoses, ECF, Paris, 1987
- Saal, Aarón, “Exceso y prudencia en psicoanálisis”, y “Gross aus Graz”, ambos trabajos inéditos.
- O. Gross, Die zerebrale Secundärfunktion, Vogel, Leipzig, 1902
- O. Gross, Revolution sur le divan, Solin, 1988