El juicio estético es algo dependiente del principio del placer. Dicho de otro modo, la apreciación del arte es una cuestión de gustos, en las que, como dice el refrán, nada está escrito. Es en este orden que sostengo que la película que constituyó el debut de Steven Spielberg como director fue la que más me ha gustado de su producción, y acaso sea la única que me ha gustado más allá del entretenimiento. Duel –“Duelo”- cuya traducción almacenera en Argentina fue “Reto a muerte”, fue un filme hecho para la televisión que se emitió en 1971. Spielberg contaba entonces con 25 años, y tuvo la fortuna de contar con Richard Matheson como guionista. Como sucede con todas las películas, esta tiene dos argumentos: el del público y el del psicoanalista freudiano.
El primero se inscribe en el género del road movie, y narra el enfrentamiento rutero entre un hombre de clase media, padre de familia, que conduce un auto estándar en una carretera del desierto, y un invisible camionero al mando de un enorme y viejo vehículo que acumula óxido y asperezas. La hostilidad de este último se declara cuando David Mann -apellido que significa “hombre”- logra rebasar al camión tras una serie de maniobras que maliciosamente se lo impedían y que además casi le cuestan la muerte. Pronto el misterioso camionero encarna una agresividad maligna y prepotente, que se torna en una persecución que genera en un angustiado Mann un estado paranoide. En medio del desierto, las pocas personas con las que él se encuentra son hombres que lo ignoran o niños que se burlan de él. Pero los temores del protagonista no son fantasiosos, porque el chofer del desmesurado bólido realmente intenta matarlo. Pronto la provocación deriva en una lucha a muerte entre el gato y el ratón. Y David Mann es la pequeña presa, asediada a lo largo de una ruta solitaria. La película culmina con un último y desesperado enfrentamiento entre el portador del nombre de David y el poderoso Goliath de los caminos. Dado que jamás vemos la cara del camionero, la historia entera se cifra en el duelo entre Davis Mann y el camión cisterna. No hace revelar el desenlace, porque ya lo hemos hecho.
El segundo argumento, el que anota el psicoanalista, requiere prestar atención a lo que aparece como un detalle de la historia pero que es su nudo central: la conversación telefónica entre David Mann y su esposa. Una típica discusión marital en la que la mujer pone en duda la virilidad del marido. El breve intercambio se resume en el consabido mensaje de algunas mujeres: no eres hombre. Esta es la carta fundamental del juego. Porque David Mann es una encarnación de esa entelequia que es el “hombre común”, incluso el “marido promedio”. Es en este marco que aparece la figura del Padre, pero no se trata del padre como agente de la ley y de la castración, sino del “gran macho”, el gozador, ese fantasma que es la sustancia de lo que Lacan llama el segundo tiempo del Complejo de Edipo: el padre como rival abusivo, autoritario y caprichoso. El mismo protagonista dice que él, el camión, es el monarca absoluto en la ruta. ¿Qué puede él, con su sedan, un típico auto familiar, contra la mole que lo acosa? No sobra recordar que la confrontación de vehículos es una competencia fálica en la que se miden los arrebatos imaginarios de lo viril. Si nunca vemos en la película la cara del camionero, sí vemos su vestimenta ruda de jeans, botas de vaquero y camisa a cuadros. El basto atuendo contrasta con la formalidad mediana de la camisa, la corbata y los mocasines de David Mann. El hombre de negocios, más bien un vendedor viajante, se enfrenta al trabajador rudo. El cuidado auto familiar se mide con el viejo camión que ostenta kilómetros de maltrato, experiencia y asperezas. Todo en él es goce, brutalidad, prepotencia. Es el Huno, el Atila de los caminos. No sabemos si la confrontación inspiró uno de los episodios de Relatos salvajes (Szifron, 2014), donde la lucha de clases está en el primer plano. En Duel la cosa es muy diferente porque el camión aparece como una entidad casi metafísica, a la manera de Moby Dick en la novela de Melville. Nunca vemos al chofer, que es uno con el camión. No tiene ni rostro ni palabra. Es pura acción. En la contienda resuena la lucha de Jacob con el Ángel, una lucha de la que nace un nombre, porque es propio del imaginario viril el ganar el nombre a través de un duelo con esa sombra terrible. Esta película debería ser tenida en cuenta como un ejemplo de la ineptitud de los psicoanalistas de hoy, incapaces de leer los signos de la sexualidad y del Edipo, perfectamente legibles en ésta como un muchísimas otras historias.