La modernidad y el tabú de la mujer
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La modernidad y el tabú de la mujer

Max Weber sostiene que el capitalismo presenta raíces puritanas. La ética del mercado global implica un totalitarismo estructuralmente similar al de la regulación omnímoda de todos los aspectos de la vida que propiciaba el calvinismo. Uno de los puntos en que asoma este neo-puritanismo de la sociedad de control se vincula con el lugar que la mujer ocupa en el orden de hierro de la modernidad. Cuando la condena de la exposición del cuerpo femenino ya no es exclusiva de las religiones, sino que es promovida también por la inquisición progresista, los límites entre ésta última y la mojigatería conservadora se extravían. Esa censura, que es el reverso del estado de “prostitución generalizada” propio de la sociedad de consumo, incluye toda exposición de la mujer como objeto sexual, incluso si es voluntaria y bajo cualquier circunstancia. El progresista no dirá que la mujer que lo hace es una “puta”, sino que es una “víctima del patriarcado”. Y es por su condición de víctima que se le negará el decidir sobre su cuerpo. Es un ejemplo de cómo en la modernidad la compasión por la víctima es la versión políticamente correcta del odio al Otro.

Segregación de los sexos en el metro de Teherán

El orden patriarcal confinaba a las damas al hogar en nombre de un proteccionismo que las apartaba de situaciones “peligrosas”. El confinamiento doméstico, el cubrimiento del cuerpo, o el apartamiento de los varones, les evitaba el ser objeto de las iniciativas sexuales masculinas. ¿Cuánto sobrevive de ese “cuidado” en la proliferación de regulaciones proteccionistas basadas en la sociedad de control y que conciernen a la mujer? Apartarlas de los hombres en el metro, por ejemplo, puede ser propio del fundamentalismo religioso. El progresismo lo propone ahora dando otras razones que nos parecen más atendibles. Pero las distintas razones pueden encubrir una misma posición inconsciente.

Ciertamente se trataría de restringir el abuso viril y no la libertad femenina. Pero la noción de “abuso” se expande poco a poco hacia todo comportamiento del hombre que concierna a la mujer en tanto mujer. En la misma bolsa del femicidio, y sin distinción, van a parar la galantería, el guiño, el silbido, la mirada, el chiste, o la simple iniciativa sexual en todo contexto y bajo cualquier forma. La justa prevención y sanción del abuso da paso a un fundamentalismo de la protección hacia la mujer que dudosamente la beneficia. A la vez, la estigmatización del falo, que siempre fue un lugar común de la moral conservadora, retorna hoy en un puritanismo progresista que demoniza lo viril al señalar a todo hombre como abusador potencial.

Una mujer, progresista o conservadora, puede querer no ser importunada por un hombre. Con o sin derecho. Si no quiere, no quiere. Puede estar harta de que su condición de mujer sea puesta siempre en primer lugar. Y es verdad que el varón bien puede guardarse su más fina galantería ante quien que no tiene ganas de recibirla. Si con ello evitamos el agravio, bien podríamos renunciar a eso. No reside ahí el problema, sino en que quizás el frenesí regulador no sólo no evite el agravio, sino que pueda traer efectos paradojales. El control progresivo y la concepción de la mujer como víctima – no circunstancial sino esencial-, es algo que la convierte en intocable. Es decir, tabú. Para el machismo eterno ella es un objeto a ser gozado según el propio capricho, o también un objeto malo –malísimo- del que hay que cuidarse. La modernidad aspira a liberar a la mujer de ese lugar. Pero algo de eso retorna si ella es un objeto con el que hay que tener cuidado constantemente. Un objeto que nos pone al borde de la culpa, y no solamente a los varones. Si algo demostró Freud, es que las más atávicas creencias pueden persistir insospechadamente en el hombre civilizado, en el progresista, en el más políticamente correcto.

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