La alegría
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La alegría

Séneca dice en sus Cartas a Lucilio que por lo común solemos confundir la alegría con el placer. Decimos que algo nos provoca alegría, pero en realidad sentimos placer. ¿Cuál es la diferencia? ¿Y cómo hacemos para establecerla? Es fácil darle a uno y a la otra varios y caprichosos sentidos. Sabemos que el abordaje fenomenológico nos lleva a un callejón sin salida, como seguramente sucederá con cualquier otro estado afectivo. Pero el filósofo parece seguir lo que Lacan llama el “método de la llave”, y nos hace notar que es propio del placer, de todos los placeres, el transformarse eventualmente en otra cosa. Decimos “alegrarnos” con el parto feliz de la mujer, pero ese acontecimiento sin duda feliz puede ser el origen de posteriores angustias y tristezas. Se trata entonces, para Séneca, de placer y no de alegría, porque la alegría –si es que existe- no se transforma nunca en otra cosa. Jamás dejaría paso al miedo (de perder lo placentero que se tiene), o a la vergüenza (por sentir ese placer), tampoco a la pena (de haberlo perdido) y mucho menos a la culpa. La alegría nunca es culpable, sostiene Séneca. ¿Cuántas veces el goce más pleno se transformó, si no en arrepentimiento, al menos en decepción o añoranza? Con Manrique diremos:

Cuán presto se va el placer,
Cómo después de acordado
Da dolor.

¿Existe una moción del espíritu que no ceda a la pena inevitable, que se vea libre de confusiones? Si lo que Séneca llama “alegría” nunca se muda en otra cosa, deberíamos decir que nunca engaña, que es algo certero. Pero en psicoanálisis sólo concedemos esa certeza a la angustia Además, no hay en la teoría nada que responda a ese significante. Hablamos de placer, de goce, de satisfacción. También de angustia, melancolía, depresión, manía, vergüenza, culpa, amor, odio, locura, cólera, turbación, embarazo, emoción, impedimento. Pero no se menciona nuca la alegría. Esa falta es curiosa, sobre todo porque la alegría sólo figura en el psicoanálisis bajo el nombre de su fundador: Freud.

Lo que ocupa a Séneca no se nos presenta como un afecto primitivo, elemental, sino como algo que resulta de cierta elaboración. Sin duda vemos ahí la marca de la sublimación, de la posibilidad de una satisfacción de la pulsión sin represión, y por lo tanto sin el sostenimiento de un ideal. El ideal y la represión van juntos. También podemos afirmar que de existir esta alegría de la que habla Séneca, es algo que conserva la dignidad de la pulsión. ¿Qué significa esto? Significa que es algo que no solamente no se hace para ganar el reconocimiento del ideal, sino que tampoco conocería el fracaso. Siempre llega a su meta, porque la pulsión halla invariablemente la satisfacción, de una manera o de otra. No hay con qué darle. Aquí cabe advertir que si hay certeza en la alegría es porque ella debe guardar de alguna manera el estatuto de la acción. ¿Acaso ella, la alegría, está más cerca del acto que del pathos? Las coordenadas que nos da el filósofo hacen que la alegría prescinda de rostros felices y efusiones de entusiasmo. Puede estar presente en el “negativismo” más decidido. Sea lo que sea, la alegría no puede dejar de ser una forma de goce, sólo que en este caso no sería un goce que se encuentre en oposición con el deseo. Una vez le preguntaron a Borges porqué escribía, a lo que él contestó: “porque no puedo no escribir”. Ahí encontramos un goce que no se puede negativizar, que está más allá de cualquier ideal, del éxito o del fracaso. Ello no es posible, paradojalmente, sin la castración. Es un goce que más bien se apoya en la castración. Diremos aún más, junto con Lacan, que se apoya en un deseo de castración. En uno capaz de franquear los límites del fantasma.

La actual religión del goce femenino que los poderes establecidos promueven, y en la que el lacanismo se ha convertido, nos llevaría a ofrendar la alegría en el altar del nuevo ídolo. No lo descarto, porque no podríamos dejar de lado lo que la mística católica ha nombrado como gozo. Pero estimo que aquí las posiciones sexuadas establecen una diferencia. Acaso la alegría del varón no sea la misma que la de la mujer, sobre todo cuando no hay castración en el campo de la feminidad. Esto si tenemos en cuenta lo irreductible de una diferencia obstinadamente desconocida por la corrección política de la época y la ubicuidad del goce femenino.

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