El “sí” de las víctimas

El “sí” de las víctimas

Welcome to my house! Enter freely and of your own will!
Drácula, Bram Stoker

En La vuelta al día en ochenta mundos Julio Cortázar refiere un episodio cuyo carácter de realidad o ficción no es aquí relevante. Durante un viaje en autobús en una parisina noche de invierno, el escritor ve subir a un oscuro personaje que inspira inquietud y aprehensión en el resto de los pasajeros, y al que describe como “una irradiación de mal, una presencia abominable”. En ningún momento del relato se explica la razón de ese temor general. Pero se nos hace ver que todos los presentes se encontraban intimidados y unidos por una repulsión común. Era tarde y las calles estaban desoladas. Cada uno de los pasajeros que quedaban esperaba “el momento de bajar como una fuga”. Llegada su oportunidad para descender, Cortázar ve que el aborrecible pasajero toca también la campanilla de bajada. Pero con alivio comprueba que otros dos hombres bajan con él después del siniestro personaje que finalmente se pierde en la noche.

Julio Cortázar

Tal es el episodio. Lo relevante es lo que sigue:

“La victimología existe hace años como disciplina, y es por así decirlo la antimateria de la criminología. Baudelaire, que sabía de estas cosas, fue quizá el primero en intuir la alianza profunda del verdugo y su víctima. ¿Qué habría hecho yo la noche del autobús 92 si el hombre del sobretodo negro me hubiese seguido por la rue Oudinot desierta? No lo sé, desde luego, pero puedo excluir algunas cosas que no habría hecho, y una de ellas hubiera sido la de huir a la carrera; estoy persuadido de que lo absurdo de la situación me lo hubiese impedido. Probablemente habría provocado un acto cualquiera de mi seguidor, haciéndole frente, dirigiéndole la palabra, pidiéndole fuego; pero ésa hubiera sido una conducta de víctima, el primer paso de la ceremonia.”

Cortázar destaca “el aura de fatalidad y consentimiento” que rodea a la víctima. En la clínica se está acostumbrado a escuchar estas cosas, sin necesidad de remitirse a situaciones extremas como encuentros con asesinos seriales ya fantaseados o reales. Pero esa costumbre no anula el enigma, siempre renovado, de la incidencia de lo que Freud intentó nombrar con el término “pulsión de muerte”. ¿Por qué ese consentimiento?

Hay que recordar por cierto que no todo aquel que es objeto de violencia física o psíquica es propiamente una víctima. La palabra víctima tiene, como ya se sabe, una connotación sacrificial que falta en el caso de quien no necesariamente queda instalado en una posición trágica como consecuencia del ataque. En este sentido es útil la distinción hecha por Moty Benyakar entre el damnificado y la víctima. Podríamos decir que no hay víctima sin consentimiento, aunque sí damnificados.

Oriento aquí el interés hacia los casos signados por un asentimiento velado del sujeto a la agresión o a la situación que habrá de ponerlo en el lugar de víctima. Es por ese consentimiento que el título que he elegido recuerda al de la obra de Moratín, El sí de las niñas. En esa pieza teatral, el asentimiento se refería al matrimonio convenido por la voluntad del padre. Se trataba de la aceptación de una boda no deseada por obediencia a la autoridad paterna. El “sí” era, entonces, una respuesta al padre y no al pretendiente. El sometimiento de la víctima no necesariamente está referido al victimario sino al mandato del Otro que lo trasciende. Pero traer aquí el recuerdo de la obra de Moratín es pertinente además por su referencia al matrimonio. Si no son frecuentes los encuentros con verdugos y psicópatas en el relato de los analizantes, las referencias al padecimiento crónico provocado por un cónyuge del cual la separación se plantea como imposible, son típicas. Ya Freud advirtió que las dos formas más comunes de satisfacer la necesidad de castigo eran la enfermedad orgánica y el matrimonio desdichado. Es bien conocida la firmeza con la que el sujeto se aferra al partenaire que lo hace sufrir.

Conviene aquí la referencia de Lacan a un artículo de Bergler y Jeckels en el que describen la conducta de esos sujetos que intentan hacerse amar por aquél que podría tornarlos culpables. Por esa razón, un paso importante para comprender la relación entre la víctima y su victimario consiste en el esclarecimiento de la naturaleza del super-yo. No basta con repetir la fórmula lacaniana que hace del super-yo un “imperativo de goce”, si no lo articulamos con su sentido clínico. Ya Freud señala este aspecto cuando afirma que el primitivo lazo incestuoso con el objeto edípico se perpetúa a través de la relación entre el yo y el super-yo, razón por la cual este último es caracterizado como el “abogado del ello”. En el estudio sobre el presidente Wilson, nos dice que el super-yo ordena lo imposible. Así se nos presenta como una instancia que exige una satisfacción absoluta, y que culpabiliza al sujeto por no alcanzarla. Comprenderemos mejor las cosas si pensamos a ese “abogado” del ello más bien como un fiscal. Ahora bien, la mayoría ignora que la palabra “Satán”, que significa “el adversario”, designaba primitivamente a la parte acusadora en un proceso. En este sentido, el consentimiento de la víctima es un consentimiento dado al adversario, al enemigo, al Otro radical.

La referencia a la palabra “adversario” me recuerda aquí al libro de Emmanuel Carrère sobre el caso de Jean Claude Romand, que asesinó a toda su familia después de fingir, durante diecisiete años ante parientes y amigos que era un médico de la OMS. ¿De qué manera la esposa, los vecinos, parientes y amigos pudieron ignorar tamaña mentira durante tanto tiempo? Parece imposible que una mujer viva todos esos años sin darse cuenta de que la profesión, el trabajo, los artículos científicos, las relaciones laborales de su marido son inexistentes. Sin embargo, ocurrió, y el día que la farsa se hizo insostenible, Romand mató a sus padres, su mujer y sus dos niños.

Es interesante remarcar que Freud dice en su artículo sobre la sexualidad femenina que la distinción entre el objeto destinatario del odio y el destinatario del amor constituye una de las adquisiciones de la relativa solución de los complejos de Edipo y castración. Es la distinción entre el semejante y el prójimo, en términos del seminario “La ética del psicoanálisis” de J. Lacan. A menudo el prójimo, el enemigo, se oculta detrás de la figura del semejante. Pero correr el velo tiene el precio de la angustia, y hay que reconocer que para el neurótico es más fácil –aunque sea fatal- dormir en la ignorancia de lo real que asoma en el Otro que despertar a la verdad. El victimario, en tal sentido, sabe cómo poner “a dormir” a su partenaire, pero no podría hacerlo sin un consentimiento implícito, que es lo que ocurre en todos los fenómenos de hipnosis.

Si el super-yo se manifiesta como un empuje a formas de goce “heroicas”, transgresivas respecto de la ley del placer-displacer, la forma más cabal de este empuje sería la identificación con el objeto a que se verifica en el pasaje al acto del suicida. Pero es evidente que hay muchas formas, menos radicales, pero tal vez crónicas, de “dejarse caer”. Son formas sutiles, veladas, en las que aunque no asistimos al fenómeno del pasaje al acto podemos comprobar la presencia de su lógica, que opera como precipitación (tanto en el sentido de caída como de sedimentación) del sujeto en un destino trágico que vela la identificación con el objeto a. Estas identificaciones tarde o temprano muestran su carácter “heroico”, no porque obedezcan a una espectacularidad particular. Lo heroico precisamente reside en el hecho de “dormir con el enemigo”, en el intento de alcanzar la conciliación imposible con un goce que es incompatible con el sujeto. Se asiste entonces a la elección de un partenaire que, en el fantasma del sujeto, nadie más elegiría.

Se trata, por lo tanto, de elecciones marcadas por un más allá del principio del placer. Acaso son elecciones “más acá del falo”, en tanto el principio de la castración y la condicionalidad de los vínculos parece no funcionar en ellas. El “sí” de la víctima es esencialmente un dejarse caer, el precipitarse hacia una posición sacrificial y trágica. Cabe recordar que el “no” constituye una operación fundamental en la constitución del sujeto. En la víctima no sólo se comprueba la imposibilidad de decir “no” frente al victimario, sino que lo más importante es la falta de un “no” que se dirija al propio goce.

Estos casos dejan traslucir siempre el anhelo de satisfacer al Otro siniestro, al enemigo. Puede tratarse del padre terrible o de la figura de la “madre insaciable”. En todo caso, el mandato es “cástrate”. Castrarse es aquí algo que no va en el mismo sentido que la ley del deseo. Se trata de un imperativo de castración que obra a favor del goce, y apunta a despojarse de los bienes, teniendo en cuenta que en el extremo “los bienes” incluyen el cuerpo y la propia vida. El empuje al despojamiento obedece a que los bienes, en su equivalencia con el falo, constituyen un obstáculo al goce. Por eso “castrarse” es esencialmente despojarse del condicionamiento fálico, de la regulación fálica como lo que rige la condicionalidad de los vínculos. El llamado del superyo exhorta a liberarse de los condicionamientos del falo, del deseo, del principio del placer, del propio bienestar, del tener, para adentrarse en el camino de un goce que se pretende sin limitaciones. Es la vía heroica, el camino del martirio.

El “sí” de la víctima es un consentimiento que desconoce la profunda brecha que separa al sujeto del Otro, y que intenta salvar la falla de la imposible relación entre ambos. El fantasma de la furia del Otro lo intimida y lo culpabiliza. En el fondo, lo que Freud llamó “necesidad de castigo” es la asunción por parte del sujeto de la culpa por el fracaso de la imposible relación sexual. Esa culpa, como sabemos, constituye una defensa contra la angustia, y un retroceder ante la virtualidad del acto posible.