El Seductor -The Beguiled-
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El Seductor -The Beguiled-

Un relato de Thomas Cullinan inspiró dos películas que responden al título The Beguiled. El verbo to beguile rubrica la equivalencia entre seducir y engañar. Como psicoanalista no me toca comparar estéticamente las versiones de Don Siegel (1971) y Sofía Coppola (2017), aunque sí reparar en el sesgo más femenino –y actual- de la segunda.

En plena guerra civil, una otrora próspera mansión virginiana ha sido destinada al albergue y la educación de un reducido grupo de niñas y adolescentes a cargo de dos institutrices. La sucesión de los días ocupa a las mujeres atareadas entre libros y rastrillos. La guerra acecha esa monotonía apacible. Un soldado de la Unión es hallado herido en el bosque. Fieles al deber cristiano y la hospitalidad sureña, las mujeres albergan al enemigo –nunca tan bien nombrado- a quien sanarán prodigándole amorosos cuidados. El infatuado bribón paladea la fortuna de habitar esa prisión encantadora, y su presencia viril no tarda en encender a todas, poseídas por el deseo y la rivalidad. Rodeado de mujeres que se desviven por complacerlo, el hombre contempla una telaraña en la que la presa espera su destino. No sabe que se está mirando a sí mismo. Porque the beguiled bien puede ser también el seducido/engañado.

La versión de Siegel nos avisa de entrada que el hombre es un patán que miente amor con naturalidad. Sofía Coppola lo muestra desde una mirada inadvertida, acaso más femenina. Él es encantador, sensible, dócil, educado y dulce en la primera mitad de la película. De un momento a otro, sin transiciones, se revelará como un canalla repugnante. Ecce homo.

La amputación de su pierna desata la furia del semental en decadencia. Está convencido –no sin algún acierto- de que el procedimiento fue una venganza por haberle dado el falo a una, negándoselo a otras. Pasada la tormenta, el seductor se sosiega y decide dejar la casa. Pero ya es tarde. Las damas urden un plan para pacificarlo definitivamente (su recato impugna el verbo “matar”). Con amor nutricio y entre buenos modales, lo agasajan con hongos venenosos. El hombre sucumbe –desde el principio- a su apetito imprudente. Probó el dulce fruto femenino sin amor, con voracidad y hasta el fondo. Al llegar al recóndito veneno se dio cuenta de que era cadáver. El plan de las damas tiene fundamentos prácticos: no pueden dejarlo ir, porque él advertirá al ejército enemigo de la existencia de la casa y de ellas mismas, que serán objeto del saqueo y la violación. Es en defensa propia que deciden discontinuarlo, pero dejan ver cuánto disfrutan esa última cena en la que el hombre es el plato principal.

Quizá ellas obran como Judith cumpliendo un deber patriótico: matan al enemigo. Sin embargo, aquí se trata más del hombre que del soldado. De ese ser que es el portador del significante del deseo. Fiel a la tradición freudiana, Lacan nos recuerda en la página 397 de El deseo y su interpretación que el apetito sexual es un tormento. Las mujeres no parecían estar tan mal hasta que el falo llegó. Pero él también es un atormentado que no logra poner freno a la insistencia que parasita su miembro viril. Si el varón está llamado a la virtud (vir = varón), es porque lleva consigo el estigma de todos los males del mundo. Eso no tiene más remedio que la castración o la muerte. Así, el hombre, ése bicho que es un lobo para su igual, para sí mismo, y para una mujer, solamente es bueno si está castrado o muerto. Un juicio sin duda extremo. Sin embargo, en uno de sus escritos más famosos Lacan nos dice que es un amante castrado o un hombre muerto lo que solicita –y amerita- la adoración femenina. Un amargo cinismo dictamina que la muerte mejora al hombre. ¿Se puede decir lo mismo de las mujeres?

The Beguiled se inscribe en una larga tradición que nos habla de la perversidad de poner juntos a hombres y mujeres. Del insensato designio de unir lo que el diablo ha separado, haciendo honor a su nombre (“el separador”). Un poema de Baudelaire pregunta hasta cuándo habrá de proseguir ese juego feroz y ridículo. Acaso el único alivio es que lo ridículo pueda compensar lo feroz. No sabemos si en los tiempos que corren la extensión progresiva de la ética del célibe muestra una masculinidad más cobarde o más sabia. Ciertamente todo depende del caso. Otto Gross dijo que la homosexualidad del varón era algo equiparable a la posición del objetor de conciencia: se renuncia a las mujeres porque no se las quiere herir. Seguramente exageró, aunque Lacan reconoce que el hombre no cesa de meter la pata siempre que se relaciona con una mujer. También deploraba que varón moderno se abstenga de iniciativa y espere a que ella venga a bajarle los pantalones. Pero en la actualidad quizás haya que prestar algún crédito –según el caso- a lo que postulaba el asceta: la primera regla para abordar a una mujer con fines sexuales es que no se lo debe intentar.

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