Democracia, fundamentalismo y pensamiento único
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Donal Casey

Democracia, fundamentalismo y pensamiento único

La Divinidad moderna, tanto para cristianos y judíos como para ateos, es el ídolo Cantidad, el Dios Quantum, con culto más exigente, más implacable que el que pudo tener el Fatum antiguo.
León Bloy, Diario, 20 de mayo de 191

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La costumbre llama “fundamentalista” al fanático. La pasión de la ignorancia –política o religiosa- que lo anima rechaza diferencias y es adversa al debate. Pero si damos lugar a lo distinto, cabe decir que la democracia fundada en el libre mercado no es la única. Hay democracias que aspiran a que la economía responda a una ética, y por ello se la reconoce abiertamente como política económica. Otro es el caso en el que la economía pretende dictaminar los demás valores sin postularse a sí misma como política. Esto es más que un simple enmascaramiento. Según esta perspectiva, la radical liberación del mercado determina, por su acéfalo accionar (pretendidamente apolítico), todo lo demás, autorregulándose sin mediación o interferencia de decisiones políticas. Aquí los poderes públicos no deciden nada. Administran.

El neoliberalismo produce una subjetividad sin “ideología”. Porque ella sería un obstáculo al juego del mercado, y eso será sospechado de fundamentalismo actual o potencial. La “educación cívica” no debe politizar a los jóvenes. Si genera entusiasmo, ya no es educación cívica sino adoctrinamiento fascistoide. La retórica de la economía de mercado no exalta nada, ni consignas, ni relatos fundacionales, ni nombres, ni banderas. Esas cosas traen conflictos, y se busca producir un sujeto desprovisto de la categoría existencial del conflicto. No hay que movilizar nada salvo el consumo. Del deseo ni hablar.

La libertad del mercado nos dicen, asegurará la paz. Tal es la tesis de Francis Fukuyama: tras la caída del socialismo, ella se impodrá globalmente, las ideologías morirán, lo regirá todo y habrá paz, porque sin los espejismos de la convicción será la vasta maquinaria la que determine el destino de la gente (no del “pueblo”). El pensamiento único marca -según Fukuyama- el fin de la lucha entre ideologías, el fin de la historia. Este planteo hegeliano no sostiene que dejarán de suceder cosas. Habrá progreso científico pero no político, porque ya habremos alcanzado la cima. Así, la retórica liberal aconseja no mirar nunca al pasado. No vaya a ser que recordemos quiénes somos. La identidad divide, nos dicen, trae conflictos, grietas. Pero fue Hannah Arendt quien señaló que con los apátridas, con los sujetos sin identidad, el poder puede hacer lo que quiera.

Es curioso postular un “pensamiento único” y a la vez excluir todo fundamentalismo. La pretendida tolerancia de la sociedad liberal vela una homogeneización global que ningún totalitarismo logró. El caudaloso rebaño está libre del peso de los ideales. Su único “fanatismo” es el consumo. Libre de ideales, tampoco se cuestiona nada. Es objeto de un formidable control que emerge como un nuevo paradigma del poder. Su irreverencia no es la irreverencia heroica, sino la irreverencia conformista de los últimos hombres. La nuestra es la era de la obediencia perfecta. Porque sin autoridad tampoco hay un autorizarse. Es la obediencia a un imperativo de goce -goce más obligatorio que permitido- que aplasta el deseo. El nuevo poder no opera por institución de ideales, sino por su destitución o degradación. Destituir los ideales no es lo mismo que hacerlos deconsistir para servirse de ellos. La destitución de los ideales inhabilita al sujeto para ello. Ese sujeto de la hipermodernidad liberal no es un fanático. Pero tampoco piensa. Su malestar es un malestar sin conflicto. El peor.

En su curso Todo el mundo es loco, J.-A. Miller postula el advenimiento del hombre de la cantidad, del imperio del número, de la medición y la evaluación generalizadas al extremo. La cantidad nos iguala –advierte-, borra diferencias, aniquila atributos, identidades diferencias. Contrariamente a lo que nos venden, la singularidad prometida queda muy atrás de este sujeto numerable, producible, moldeable y controlable por el poder. No tiene “ideología”, pero idolatra la cantidad. Y es que ella es el espejo en el que ve su propia reducción al número.

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