Carne freudiana
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Carne freudiana

La vida sexual del hombre culto ha recibido grave daño, impresiona a veces como una función que se encontrara en proceso involutivo…
S. Freud

Lo que se come no se llora
Un gaucho

Chico Mendes

 Este breve texto no representa el punto de vista del psicoanálisis, sino el mío. No ocultaré mi poco conocimiento sobre el veganismo, ni el hecho de no ser invulnerable a los espejismos del prejuicio. Las ventajas o inconvenientes dietéticos de esta práctica están fuera de mi incumbencia. Tampoco discuto sus razones ambientales, seguramente atendibles. Aunque sospecho de un mundo que le dio la espalda a Chico Mendes, mientras pone en el centro de la pantalla global a Greta Thungberg, lo cual, por supuesto, no es culpa de ninguno de los dos. Volviendo al veganismo, lo que más me interesa es su fundamento ético. Según entiendo, éste reside en la abominación de la violencia que implica el  “asesinato” de un ser “sintiente”. Dejemos de lado el debate sobre si las plantas lo son o no. Más espinoso sería considerar el caso del embrión humano. Una vegana dijo en televisión que “matar una vaca es un crimen, y practicar un aborto es un derecho”. Acuerdo con lo último, pero no puedo evitar percibir una contradicción con lo primero. En cualquier caso, me repugna el moralismo, sea conservador o progresista. No sé si esta práctica representa la opción individual por un modo de vida mejor, o implica la compulsión evangélica hacia los que no se han  “convertido”, junto con la censura moral para quien goza de manera diferente. Seguramente existe más de un modo de ser vegano, porque hay diversas formas de abrazar una idea. Si forma parte o no del neopuritanismo de la sociedad progresista, eso seguramente depende de cada sujeto.  

Lejos de ser un “retorno a la naturaleza”, el veganismo es la expresión de la cultura capitalista y urbana de la sociedad liberal, cuyo pathos esencial es el del rechazo de la violencia. El liberalismo considera violenta la intervención del estado, y aspira a una funcionalidad radical para la cual lo cortante de toda decisión política o individual es violencia. La autoridad es violencia. Matar una cucaracha es violencia. La corrección política de la ética capitalista denuncia micro-agresiones en todos lados, lo que lleva a la creciente protocolización de las relaciones, que es lo propio del orden de hierro que se va construyendo. Hallamos un extremo de esta aprehensión fundamentalista en los veganos que separan a los gallos de las gallinas “para evitar que las violen”. Se dirá que el ejemplo está mal elegido, pero lo encuentro paradigmático. Porque el veganismo puede ser, acaso entre otras cosas, la continuación de la cruzada que las religiones monoteístas emprendieron contra la carne desde hace dos mil años. Con fracaso considerable. Ello no contradice su funcionalidad a un capitalismo que hunde sus raíces en la ética calvinista.

 No podemos dejar de lado que el significante carne es metáfora del deseo sexual, ni tampoco el auge abstencionista que lleva a erradicar el término sexo del lenguaje académico. Ello debería avisarnos sobre la pretendida permisividad de la cultura post-patriarcal. El Carnaval es la esencia de toda fiesta –institución masculina si las hay-, y significa “quitar la carne”. La fiesta le daba un lugar a eso, al exceso. Por eso no es de extrañar que la mojigatería liberal aliente la explosión pornográfica que ella misma censura. Aquí el veganismo, por su parte, revela bajo la lógica de la formación reactiva, la verdad de la sociedad capitalista que es la de su canibalismo esencial. Es lo que Hobbes consideró como un rasgo primordial de la burguesía. Después de todo, la identificación con el animal en tanto semejante eleva fantasmáticamente el consumo de carne a la categoría del canibalismo. La repugnancia moral ante el consumo de carne evita incorporar los restos de un acto violento. Se come un “objeto malo”, que es el objeto fragmentado, dañado, asesinado. La carne corrompe a quien la come, que por ese acto entraría en comunión con el matarife. En este último caso se trataría más de una incorporación, que de esa identificación especular en la que se funda la “empatía” con el animal.

Si la práctica del veganismo se pretende contestataria, hay que advertir que ella no deja de ser funcional a la sociedad post-patriarcal en la que la compasión hacia la víctima es el sustituto del odio al Otro. Una compasión que contrasta con el hecho de que esa sociedad es un barrio cerrado, y que detrás de los muros se amontonan masas de hambrientos guiñapos humanos. Detengámonos en ellos, en los “bárbaros”, cuyas costumbres salvajes son despreciadas por el neo-puritanismo progresista. Porque el progresista realiza la misma función que cumplieron los misioneros jesuitas que buscaban la conversión pacífica de los pueblos originarios. Si sus intenciones eran buenas, contribuyeron de manera importante a su exterminio al privarlos de sus rituales y su identidad cultural.  De manera similar, los progresistas impugnan los rituales comunitarios que alimentan el espíritu de complicidad, que es el verdadero fundamento del lazo social. Porque para Freud en el origen está la violencia, ésa que por tener cada vez menos lugar está lejos de desaparecer. El veganismo tiene alguna razón al criticar al capitalismo y sus vastas maquinarias de producción de cadáveres animales. Pero por otro lado contribuye con la ética igualitaria del mercado que suprime las formas culturales que le son ajenas y que borra los restos que todavía persisten de las tradiciones rurales. Hasta donde sé, el veganismo parece inscribirse en el proceso de homogenización promovido desde los poderes establecidos. 

 Éste es otro avatar del mundo que se pretende feminizado, y que no es otra cosa que un mundo desvirilizado. Porque lo viril –hoy sinónimo de barbarie- empujado hacia los márgenes, ha quedado del otro lado del muro, y amenaza retornar con las invasiones bárbaras. Aquí el abstencionismo de carne se inscribe en el más amplio marco de la victimización generalizada, en el que el varón es el victimario par excellence, en tanto portador del significante de la carne.  Si hay un goce de la abstención, esta vez no se trata del “atracón de nada” de la anorexia, sino de la interiorización de las tendencias agresivas que, para Freud, caracteriza al sujeto de la modernidad. Acaso nos hallamos ante un banquete totémico invertido, si no ignoramos que el Urvater se encarna en el animal sacrificado. La negativa a la incorporación del padre, y a la complicidad de su asesinato es otra forma de preterir su función, y de rechazar la masculinidad, para la cual esa incorporación es esencial.

 Queda plantear la pregunta sobre hasta qué punto el neo-puritanismo penetra en el psicoanálisis, sobre todo cuando se abstiene de incorporar a Freud. Lacan advirtió que el deseo sexual era algo progresivamente ocultado por sus contemporáneos. Pero influenciados por la inquisición progresista y su declarada enemistad con el falo, hoy parecemos dispuestos a depurar de “carne” la teoría. Se postula el monismo del etéreo goce femenino, y el falo, que brilla en todas partes, es vergonzosamente ocultado por la parte mojigata de la comunidad psicoanalítica. Ni el moralismo religioso llegó a tanto. Ciertamente no debemos ser garantes del orden conservador. ¿Lo seremos del nuevo orden moral? Mientras tanto, debemos preguntar por qué si el discurso progresista quiere sujetos descarnados, no sexuados, des-construidos, no se recurre entonces al número, libre de género, sexo, y carne. Como en Auschwitz. Después de todo, Hitler era vegetariano y muy empático con los animales.

Marcelo Barros

  • Infobae, 10-9-2019, “Almas veganas: el colectivo de animalistas que no junta gallos con gallinas porque no quieren que las violen”
  • Freud, S., Obras Completas, “Tótem y tabú”, Biblioteca Nueva, Madrid, 1973
  • Freud, S., Obras Completas, “El malestar en la cultura”, Biblioteca Nueva, Madrid, 1973
  • Lacan, J., El deseo y su interpretación, Paidós, Buenos Aires, 2014, páginas 13 y 48
  • Lacan, J., Aun, Paidós, Buenos Aires, 1981, página 43
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