Acerca del mundial de fútbol
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Acerca del mundial de fútbol

Como todo evento de masas, un campeonato mundial de fútbol puede ser objeto de críticas que denuncian su utilización política, sus efectos de distracción y anestesia. Cuando los equipos representan países, es una facilidad confundir sus éxitos –o sus fracasos- con los del Estado al que representan. Se dice, con razón, que la triunfante exaltación de la masa vela las miserias que sangran detrás del enorme negocio, a menudo perjudicial a los pueblos, o las atrocidades de las dictaduras. Los juegos olímpicos de Berlín en 1936, y el campeonato mundial de fútbol que tuvo sede en Buenos Aires en 1978, son ejemplos paradigmáticos de cómo el deporte puede ser la continuación de la política por otros medios.

Esta crítica, sin embargo, no deja de ser también ella misma una facilidad. No soy de los que piensan que los pueblos nunca se equivocan, pero estimo que las minorías “ilustradas” pueden ser tan falibles como las “ignorantes” mayorías. No alcanza con sostener un punto de vista opuesto al de la masa para tener una mayor lucidez. Ciertamente muchas personas que celebran los espectáculos deportivos no ignoran las miserias de la sociedad en la que viven dado que ellas mismas las padecen, y por lo general las viven de un modo mucho más carnal que la intelectualidad que las llama al despertar. El fútbol es una ilusión consoladora. También las drogas. También el sexo. Pero también el arte en todas sus formas. Y nuestras teorías políticas y filosóficas no están exentas de ese destino de arrullo. Si Martín Fierro dice que con el cantar se consuela el hombre desvelado por una pena extraordinaria, hallaremos en ese “cantar” todas las producciones de la civilización. Ya Freud notó que la vida no se soporta sin muletas, y no hay ilusión más cándida que la del que cree que vive sin ilusiones.

¿Qué es lo fascinante de la hazaña deportiva? ¿Acaso sus connotaciones sexuales, que no escapan al saber popular? No es difícil percibir, por otra parte, que un deporte como el fútbol es una versión sublimada de la guerra. En ocasiones, no tan sublimada. El goleador, o el arquero que ataja un penal, son llamados “héroes”. La antigüedad aclamaba a generales triunfantes o a gladiadores. En una época pretendidamente más civilizada, la confrontación deportiva es la arena en la que los “combatientes” miden fuerzas. El gesto extremo del jugador que entrega su máximo esfuerzo parece transmitirnos el mensaje que coincide con un conocido slogan deportivo: “nada es imposible”. La literatura tiene un nombre para eso y es el del género épico. Hay que decir que es un género masculino por excelencia, dado que el goce que está en juego en él es el goce de la transgresión cuyo paradigma encontramos en el seminario maldito de Lacan, La ética del psicoanálisis. Es el goce de haber alcanzado –y pasado- la meta, de haber ido más allá de los límites. Y sólo quien tiene la inscripción del límite puede extralimitarse. Borges ha señalado que ese género entró en decadencia en el siglo XX. No sin razón, el escritor siempre notó que la era post-paterna se caracteriza por el gusto del fracaso y el descreimiento en la victoria: “…no podemos creer de verdad en la felicidad y en el triunfo. Y quizás ésta sea una de las miserias de nuestro tiempo. Me figuro que Kafka sentía prácticamente lo mismo cuando deseaba que sus libros fueran destruidos: en realidad quería escribir un libro feliz y victorioso, y se daba cuenta de que le era imposible”. Borges piensa que, en realidad, las personas están sedientas de épica, de creer que a veces lo que parece imposible puede llegar a ser alcanzado. Observa que el género épico, desaparecido de la literatura, ha sobrevivido en el cine de Hollywood. Sólo ahí, y en el deporte, puede hallarse una valoración de lo masculino que no sea impugnable por el discurso de la corrección política.

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