Un odio femenino
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Un odio femenino

Allende las ideologías, el odio de la mujer hacia el varón existe desde siempre. También su contraparte, cuyos efectos extremos son tan violentos como corrosivos para el tejido social. Por eso ocupan hoy un lugar central en la consideración pública, tras un dilatado silencio. Comparativamente, las mujeres que matan al hombre son poquísimas. Y si la golpiza que ella propina al marido es más frecuente de lo que se está dispuesto a reconocer, su repercusión es otra. Con acierto o sin él, el ojo morado del varón no da la alarma. La huella de la violencia en una mujer, en cambio, genera una alerta angustiada –o debería hacerlo-, porque la masculinidad está lejos de la mesura que le atribuye cierta superstición analítica.

Si el odio precede al amor, eso no debe velar sus raíces eróticas, que Freud notó en la paranoia. Es la incidencia de Eros sobre la pulsión de muerte, y por eso la forma más primitiva del erotismo. Bordeando lo real, el odio es la pasión. Ésa que aspira a alcanzar el ser del otro.

Una mujer madura odia a su marido minuciosamente. Las causas del encono no son claras. Esa hostilidad, presumiblemente antigua, empezó a manifestarse después de que a él se le descubriese una enfermedad coronaria. El episodio coincide, además, con el ausentarse de los hijos y la muerte de la madre de la sujeto. La queja sobre el marido, heredero de la madre, domina las entrevistas. Halla un alivio en la escultura. Goza de sentir la fuerza de sus manos sobre la materia, y a veces imagina que estrangula a su esposo. No soporta verlo débil, y el cuidarlo la enfurece. Sin embargo, lo atiende con rencorosa dedicación. No refiere infidelidades, ni maltratos físicos o verbales. Él es, según dice, un buen marido. Y lo odia. Le echa en cara que se haya dedicado tanto a su profesión de abogado, con éxito considerable y autosatisfacción. Bien dice Bioy Casares que cuanto más orgulloso esté el varón de su desempeño, eso no será motivo de alegría para la mujer. Por su parte, ella no es violenta con él. No anhela ni divorcio, ni muerte del otro. De hecho, se muestra empeñada en prolongarle la vida. Como ya lo observara Freud, hay mujeres que, unidas a sus maridos por el odio, no se separan porque nunca terminan de vengarse de ellos. Es un vínculo más adherente que el amor, porque no conoce ni la decepción ni la satisfacción.

He conocido casos similares, pese al desprecio por la generalización que impone el culto a la “singularidad”. Habitualmente el deceso del hombre no pone fin a ese “odio constante más allá de la muerte”. El rechazo a inscribir un corte y el perfil erotómano, dan cuenta de ese goce envuelto en su propia contigüidad que Freud intuyó en la “viscosidad” –Klebrigkeit– de la libido. Hay diferencias notables entre el odio femenino y el masculino dentro de las relaciones conyugales, sobre todo porque los efectos del primero escapan al discurso jurídico y no tienen consecuencias sociales visibles. No pasan al acto violento, al espasmo fálico. Su agresividad, insidiosa y sutil, sobre todo infinita, se manifiesta como desdén, cinismo, queja, ironía y hastío. Freud no ocultó su horror –Schreck– ante la tenaz libido femenina, amorosa o no, que ostenta su fuera-de-sentido. Aquí la feminidad se inclina a los tormentos del lazo más que a la pacificación del corte. Sostiene un odio sin consecuencias.

No sin relación con lo anterior, es notorio que las manifestaciones públicas de odio hacia los varones como género tampoco acarrean consecuencias. Frases como “son todos hijos de puta, imbéciles, etc.”, son hallables en las redes, en los medios, o son dichas a viva voz en espacios públicos, incluso institucionales. Si alguien se refiriese a cualquier otro grupo en esos términos, la reacción no se haría esperar. Sólo son mujeres las que ejercen alguna defensa. ¿Acaso la pasividad de los varones se deba a un machismo que toma a las damas por “locas” inimputables, cuya interminable letanía sería el consuelo para su castración, y su odio “la cólera de los débiles” según la expresión de Alphonse Daudet? Se lo ve como una prerrogativa del sexo “oprimido”, que, por eso mismo, sigue siendo tenido por “débil”. Pero nadie teme que ese odio entrañe un peligro. Por lo demás, la denostación del sexo masculino y la misandria están a la orden del día desde hace mucho. Doris Lessing se animó a sostener que “el desprecio hacia el hombre es algo que ya forma parte de nuestra cultura”.

La ingenua modernidad espera que este desprecio hacia el varón “tradicional” ceda ante la aurora del “hombre nuevo”. Que no es otra cosa que el buen marido. Porque si el patriarcado se cayó, el ideal monogámico –ideal femenino según Lacan- sigue en pie. Se piensa entonces que las mujeres ya no tendrán motivo para odiar al portador del significante de la discordia. No se percibe cuán odiable puede ser, justamente, el buen marido.

Ni este odio “social”, propio de nuestra época, ni el íntimo y conyugal, que es eterno, generan culpa en quien lo sostiene. Si no fuese por su constancia lo confundiríamos con la cólera. Pero en realidad no se trata de la cólera del débil, como dijo Daudet, sino de la porfía de quien rehúsa el corte. La voz griega que designa la cólera –orgé– denuncia su linaje sexual en la raíz que la une a orgasmo. Pero aquí se trata de una cólera de nunca acabar.

BIBLIOGRAFÍA

  • Bioy Casares, A., El héroe de las mujeres, Emecé Editores, Buenos Aires, 1999
  • Clarín, 16-8-2001, “Basta de humillar a los hombres”
  • Freud, S., Obras Completas, “El tabú de la virginidad”, Biblioteca Nueva, Madrid, 1973
  • Freud, S., ibíd., “Nuevas conferencias introductorias al psicoanálisis”
  • Lacan, J., Escritos, “Ideas directivas para un congreso sobre sexualidad femenina”, siglo XXI, Buenos Aires, 2008
  • Lacan, J., El seminario, libro XX, Aún, Paidós, Buenos Aires, 1981
  • Nathanson, P. y Young, K., Spreading misandry: the teaching of contempt for men in popular cultura, 1947.
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