Suicidio y sociedad de control
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Suicidio y sociedad de control

Uno de los fetiches ideológicos de nuestra época dictamina que ella favorece la singularidad. Quienes adhieren a este clisé del capitalismo tardío pasan por alto el comienzo de la película Modern Times (Charles Chaplin, 1936). La terrible escena de la factoría en Baraka (Ron Fricke, 1992) nos muestra sin velos la verdadera condición del sujeto moderno, que es la de ser un objeto producido en serie y destinado a ser consumido por la voracidad de un sistema despersonalizante.

Recientemente las redes sociales se han visto impactadas por el suicidio de Xu Lizhi, un joven chino de 24 años que en septiembre de 2014 se quitó la vida. Los poemas que dejó le dieron notoriedad. Trabajaba en una planta de ensamblaje de i-Phonesplay stations, celulares, etc. Las muchas causas concurrentes que lo llevaron al pasaje al acto no pueden ocultar el hecho de que en el año 2010 dieciocho trabajadores de la misma planta intentaron suicidarse, muriendo 14 de ellos. La empresa hizo disminuir los suicidios poniendo medios físicos de contención en los dormitorios de los trabajadores, los mismos que Xu Lizhi comparaba con ataúdes y de uno de los cuales se arrojó al vacío. Poner rejas para que los trabajadores no se suiciden es cualquier cosa menos una “contención”. Pero no es éste un drama aislado. No es la tragedia de un individuo, ni la de una comunidad de trabajadores. Es un fenómeno global que muestra los efectos de la sociedad de control.

La relación entre el suicidio y la opresión institucional es algo que ya se menciona con claridad en la obra de Freud. Es sabido que los jóvenes, presionados a insertarse en un sistema cada vez más exigente y refractario a la singularidad, son un grupo social particularmente afectado por el riesgo de suicidio. A veces el pensar en el deseo de muerte del suicida nos hace olvidar que éste se confronta con una dimensión tanática del deseo del Otro. Ese deseo no solamente es impersonal, sino que quiere al sujeto como impersonal. No se trata de una “intención”, sino de un dispositivo anónimo de control. Ya Winnicott supo ver que la “mala madre” es la madre fragmentada, segmentada, dividida en tareas de cuidado que se cumplen mecánicamente y de manera anónima. Si Lacan advirtió que para el sujeto es esencial el ser recibido al mundo por un deseo que no sea anónimo, es porque el deseo bien puede ser anónimo. Incluso el odio del Otro es preferible a eso. A quienes dicen que el laberinto fatal de la tragedia quedó en el pasado, habría que llamarles la atención sobre El Proceso de Kafka, 1984 de Orwell o la película Brazil (Terry Gilliam, 1985).

León Bloy dice que en la historia no hay evolución sino sustitución. La esclavitud, nos dicen, ha sido abolida. Sabemos que existe como tal en lugares a los que la democracia y el capitalismo no han llegado, donde las formas paternalistas del poder prevalecen todavía. Pero las sociedades democráticas y capitalistas están regidas por otro paradigma del poder que es el control. Esta forma de ejercicio del poder es políticamente correcta y a la vez devastadora. Mata sin matar, sin violencia, sin una autoridad a la que culpar o contra la cual rebelarse. Mata anónimamente a personas despojadas de rostro, pasadas por el radical tamiz de una “innoble igualdad” que no guarda ya relación alguna con la justicia. Los psicoanalistas del siglo XXI, sobre todo los de ideología “progresista”, siguen atareados en su lucha contra el patriarcado. Pero ese progresismo atrasa, y se niega a ver lo que hace mucho Lacan vaticinó bajo el término de orden de hierro.

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