Sobre la eterna voracidad
CompartirFacebookX

Sobre la eterna voracidad

Un poderoso soberano soñó que siete vacas gordas y satisfechas pastaban a la orilla del Nilo, y que otras siete, mortales y enjutas, salían del río para devorar a las primeras y sin por eso engordar ellas mismas, en lo cual se dejaba ver una avidez abominable y sin fin. Impotentes, los sabios de la corte no consiguieron descifrar el mensaje de los dioses. Sólo un humilde esclavo judío fue capaz de aliviar la angustia que la pesadilla había dejado en el corazón del faraón al revelar su justa interpretación. También le aconsejó ahorro y prudencia, que son formas de la preservación de un resto. No tengo conocimiento de que se haya escrito ya una Historia de los Sueños, pero si tal libro existe o llegase alguna vez a existir, uno de sus capítulos deberá ocuparse del sueño que se acaba de referir, y del que podemos decir sin forzamiento que se trata de un sueño de angustia oral. Esta expresión no debería ceder a las banalidades de la psicología. Lo que la interpretación de José no hizo notar, o por lo menos no de un modo explícito, es que acaso lo angustioso de aquél sueño ya se encontraba presente en la abundancia excesiva aludida en la primer serie de animales. El psicoanalista sabe, mejor que nadie, que plenitud y saciedad pueden presagiar la catástrofe, y que el horror de lo lleno puede ser tan opresivo como el del vacío, quizás porque éste no es más que una versión de aquél. Desde Hansel y Gretel, la literatura infantil nos enseña que el más suculento festín precede a la manifestación atroz del deseo del Otro, tan a menudo representado como voracidad. Tal vez por esa razón, en una época que Ortega y Gasset llamó “del señorito satisfecho”, la angustia y la depresión hayan ocupado el centro del escenario de la modernidad. ¿Habremos de declararla posmodernidad o incluso hipermodernidad? Parece éste un tiempo cuyo nombre no cesa de hincharse, tal vez como la rana de la fábula que terminó por explotar. Como sea que lo llamemos, este tiempo que es el nuestro ha hecho del consumo la categoría existencial que pretende regir los destinos de la sociedad. La figura del consumidor es el nuevo ropaje del ciudadano respetable, de lo que antiguamente el imperio romano llamó la gens, y la capacidad de consumo es la nueva carta de presentación del hombre actual. Pero como bien advierte Bauman, el mismo consumidor debe convertirse en un objeto de consumo; debe poder concebirse como producto y venderse.

Ciertamente el hambre no está ausente en ese mundo que reserva paradójicamente el término de “excluidos” para designar a la mayoría de los habitantes de la tierra. Pero nos engañaríamos si pensáramos que la inquietante avidez que mueve a las invasiones bárbaras es la expresión de la necesidad, porque no hace falta ser psicoanalista para saber que la injusticia y el desamor alimentan mucho más la furia que la desgracia. Muchas cosas habrán cambiado, pero la figura angustiante del prójimo sigue sosteniendo el principio del homo homini lupus. Y esto no ocurre solamente bajo las diversas formas de abuso social, sino a través de las prácticas antropofágicas de lo que sin exageración podemos calificar como canibalismo mediático. Panem et circenses, ha sido siempre la fórmula que ha regido los desvelos del gobernante preocupado por la inminencia de la voracidad del Otro, de ése, su partenaire imposible: el pueblo. Recordemos en este punto algo que no constituye ninguna novedad, y es que en el imaginario colectivo a través de los tiempos la relación del soberano con sus gobernados ha sido con frecuencia metaforizada por la relación del varón con la mujer. Después de todo, podríamos preguntarnos por qué el faraón no soñó con toros, aunque la respuesta parezca imponerse en la evidencia de las funciones nutricias de la hembra. Pero esa función dadora es propia de la madre, y conocemos el horror que tiene lugar cuando ella, la encargada de la satisfacción de todas las demandas del pequeño amo, hace ver su deseo de mujer.

¿Pero qué es el deseo de una mujer?

No escapó a Freud la idea de haber encarnado una nueva versión de José. Cabe recordar que el descubrimiento del método de la interpretación onírica tuvo para el padre del psicoanálisis una fecha y un sueño preciso que hoy conocemos como el “sueño de la inyección de Irma”. El contenido manifiesto ofrece en él una imagen prevalente sobre todas las demás: las fauces abiertas de una mujer. Y es una mujer, además, que se queja de dolores que no encuentran solución. El término “fauces” no es inadecuado al fantasma que subyace a la elaboración onírica ni al punto de angustia que se aloja allí, aunque parezca más propio de la bestia feroz que de una persona enferma de sexo femenino. Dejo a propósito intacta la polisemia a la que fuerza la ausencia de la coma en el medio del sintagma final: “persona enferma de sexo femenino”. Si Nietzsche advirtió sobre la voracidad de la mujer enferma, Lacan afirmó lacónicamente que el deseo de la madre es un cocodrilo con la boca abierta. Así como el inconsciente construye metáforas orales del sexo femenino, el lector encontrará en esta obra algunos de los trazados de ese recorrido simbólico, pero no para referirlos a la anatomía de la mujer sino a la opacidad de su goce. Es esta una investigación sobre el deseo y el goce de la mujer, en la cual los llamados “trastornos de la alimentación” recuperan su dignidad de avatares del amor. Bulimia y anorexia aparecerán aquí como formas de la voracidad (la segunda como avidez de nada). A lo largo de este texto, Alejandra Eidelberg, Claudio Godoy, Fabián Schejtman y Nieves Soria Dafunchio presentan algo más que la clínica de las anorexias y bulimias, porque las conciben como casos particulares de esa voracidad eterna del amor que pide amor, que lo pide sin cesar y todavía, en la falla de lo que intenta suplir la relación sexual. En nuestro brave new world algunas cosas resisten a su reducción a la lógica contractual de la compra-venta, y el amor está entre ellas.

El Otro y su ansia no podrían ser abordados sin la referencia al Uno, y es por eso que el texto guarda también una discusión sobre un tiempo señalado por la declinación de la imago paterna, por el desfallecimiento de la función del soberano y consecuentemente del Edipo, porque como bien se señala en estas páginas no hay Edipo sin rey. La época es una invitada permanente en el banquete de los autores bajo la referencia concreta a los efectos del capitalismo en la subjetividad. Hoy el sueño del faraón muestra su fatal actualidad, aunque no sea tanto la voracidad popular lo que nos amenaza como la voracidad del sistema: ahora los medios empiezan a hacer notar lo que muchos anunciaron hace tiempo cuando advirtieron sobre el creciente peligro del hambre. El mercado comienza a revelarse como un nuevo Leviatán devorador de las masas, a tal punto que es el Banco Mundial quien levanta la voz de alarma y no ya las organizaciones de izquierda. El ansia que agita a las masas consumidas por el sistema es un efecto de la voracidad ciega del sistema, un sistema que parece haber devorado incluso nuestros recursos simbólicos, principalmente la instancia paterna. Por eso en forma velada el desarrollo del texto no sólo se presenta como una indagación del deseo de una mujer, sino también sobre el oscuro deseo que subyace al capitalismo. Por otra parte, las inquisiciones sobre el padre que plantean los autores ocupan también el carácter de sus soluciones. El soberano no sólo ofrece soluciones al malestar del pueblo, sino que cuando todos los recursos fallan él mismo constituye una solución. Hace siglos que los pueblos se nutren de la pesada levadura paterna. El padre indigerible genera diversos padeceres y en ese punto encontramos la equivalencia del padre con el síntoma. Sin embargo, lo femenino resiste. Resiste e insiste, como las lamentaciones de Irma, para poner en evidencia la precariedad de la solución paterna y el resto de lo que no se deja atrapar bajo la rúbrica del falo. Vemos entonces en las formas clínicas de la voracidad los alcances y limitaciones del amo, del padre, del varón, y también del médico, en una época en que ellos se encuentran jaqueados entre la avidez del sistema y lo insondable del deseo del Otro sexo. ¿Incluiremos en esa serie al analista? Dejaremos aquí que el lector saque sus conclusiones explorando, a través de estas lecciones, las vías de ese nuevo amor que el psicoanálisis introduce. La mujer, el padre, la época y el síntoma, son los temas que resumen las preocupaciones que los autores despliegan bajo las formas de la exposición, el diálogo y la discusión. Sus desarrollos interrogan y atraviesan la enseñanza de Lacan en un recorrido que va de los inicios a las últimas elaboraciones, desde el estadio del espejo hasta el nudo borromeo y el sinthome.

(Prólogo del libro “Porciones de Nada, La anorexia y la época” de A. Eidelberg, C. Godoy, F. Schejtman y N. Soria Dafunchio, Ediciones del Bucle, Buenos Aires, 2009)

CompartirFacebookX