Sobre la angustia oral
CompartirFacebookX

Sobre la angustia oral

El hambre del Otro

Un cuento japonés narra el atrevimiento de un pequeño monje que se aventura en el bosque atraído por las castañas que crecen allí. El encuentro con una amable anciana lo lleva a la cabaña de la vieja, la cual prepara para él las deseadas bellotas. Plácidamente dormido después del banquete, al despertar descubre que la anfitriona es una bruja dispuesta a devorarlo. Tras una fuga angustiosa, el maestro del monasterio salvará al niño de las fauces de la hechicera. Aquí, al igual que en la historia de Hansel y Gretel, el peligro de ser devorado es precedido por un festín oral, que en el cuento de Grimm consiste en la casita de caramelo y chocolate con la cual la bruja atrae a los niños. The twilight zone, una famosa serie televisiva de la década de 1960, presentaba un episodio titulado To serve man en el que unos extraterrestres que llegan a la tierra benefician generosamente a la humanidad compartiendo valiosos adelantos técnicos que eliminan las miserias de la enfermedad y la pobreza, iniciando una era de abundancia ilimitada. Los humanos, ahora rebosantes y prósperos, suben por millares a las enormes naves que sus benefactores conducen para llevarlos a conocer el planeta del que han provenido tantas bondades. Una vez embarcados, los confiados viajeros descubren tarde su destino: ellos mismos habrán de ser comidos por los extraños. Así, sobre el final el título to serve man –“para servir al hombre”- revela su sentido atroz en el que el humano pasa de ser objeto indirecto a objeto directo de la acción. Como en los cuentos infantiles, primero servido por el Otro; después servido para el Otro.

Es sabido que el objeto oral es central en la infantil seducción y por eso los padres prudentemente aconsejan a sus pequeños no aceptar golosinas por parte de extraños. Aunque no siempre el don del Otro tenga un carácter oral manifiesto, dado que puede ser un juguete o cualquier otro objeto apetecible, el deseo oral subyace a todo lo que cumpla la función de carnada. Detrás del cebo aparece el apetito del Otro. Pero ciertamente en esa avidez no se trata del hambre sino del deseo, un deseo que puede asumir la forma de una voluntad de goce. Con un lenguaje metonímico y sin apelar a facilidades repugnantes, Fritz Lang dejó en el cine la más angustiosa escena de la seducción y asesinato de un niño en “M”, El vampiro. El hecho de que el atroz Peter Kürten, en quien se inspiró la película, fuese conocido como “el vampiro de Düsseldorf” trae a la escena la figura del devorador de niños. Brujas, vampiros, extraterrestres, ogros y hombres de la bolsa tienen en común el representar al Otro radical, a ese que no es un semejante.

Sin embargo, la imagen del vampiro no es ajena al niño mismo en su época de lactancia. Lacan señala, junto a toda la escuela inglesa, que el bebé es un pequeño vampiro. Es clásico pensar, como lo hizo Melanie Klein, que la propia voracidad del sujeto es la que da lugar a la angustia oral. Como hemos visto en los cuentos infantiles, la voracidad infantil dirigida al pecho daría paso a la retaliación materna en la imagen de la bruja devoradora. En principio ello es perfectamente concebible; sin embargo, cabe subrayar algo más en el hecho de que la angustia oral surja desde un punto ubicado en el lugar del Otro.

El sueño del faraón

Aquí es esencial distinguir dentro del fantasma oral el punto de deseo y el punto de angustia, siguiendo el Seminario X de Lacan. Se trata de dos puntos que en el caso de la pulsión oral no coinciden. El primero, el punto de deseo en el fantasma oral, lo constituye el pecho como objeto deseado y deseable. Entenderlo así no ofrece mayormente dificultades, salvo por la tesis lacaniana que postula el pecho como una parte del sujeto y no de la madre. Según este punto de vista, la separación que debe tener lugar en la fase oral no es una separación entre el sujeto y la madre, dado que el pecho es una parte del cuerpo propio. El corte no es, entonces, entre el sujeto y el Otro, sino que es un corte interno al sujeto, es decir, entre él mismo y esa parte de él que es el pecho y de la cual debe desprenderse. Por lo tanto el punto de deseo es algo ubicable del lado del sujeto mismo.

No ocurre así con el punto de angustia. Este se encuentra del lado del Otro y se manifiesta justamente bajo el modo del agotamiento del pecho. El agotamiento del pecho, dice Lacan, eso es la angustia oral. Esta conclusión parece decepcionante por su obviedad. Pero lo que hay que precisar es que cuando el pecho, el objeto oral deseable y aliviador se agota, es decir, falta, se hace presente otra cosa, y esa otra cosa es el deseo del Otro. Es entonces que comprendemos que el objeto oral cumple una función de mediación –y protección- entre el sujeto y el Otro. Es fácil imaginar que abandonados en una isla desierta la angustia gane nuestro ánimo ante la idea del agotamiento de las provisiones. Pero el hecho de que el sustento se extinga significa que a partir de ese momento el hambre lo consumirá a uno. Demasiado a menudo lo olvidamos en la anorexia: si bien es cierto que el anoréxico “come nada”, y esa nada es el objeto sostén de su deseo y de su condición de sujeto, también es cierto que en el “dejarse consumir” revela el fondo melancólico de su posición como objeto devorado por el Otro. Puede decirse, entonces, que allí donde el anoréxico se da “el atracón de nada”, da paso a la voracidad del Otro que lo consume.

En realidad, hay aquí una secuencia que es la misma del sueño del Faraón que interpretara José: tras las siete vacas rollizas, aparecen otras siete enflaquecidas que las devoran sin engordar ellas mismas, y es esa imagen la que provoca la angustia del soberano. Detrás del objeto super-abundante aparece un deseo voraz, insaciable y mortífero. Habría que ubicar allí, entonces, a los siete primeros animales del lado del sujeto y a los otros siete del lado del Otro.

Esto es lo que emerge en las historias infantiles. El agotamiento de ese objeto oral –idealizado, además- da lugar al deseo del Otro y a la pregunta por lo que uno es en ese deseo. Ya la idealización extrema es el preámbulo de la inminencia de lo real, del encuentro con una voracidad amenazante. La angustia viene, entonces, cuando el banquete llega a su fin, cuando el sujeto, siguiendo la vía del goce, se ha saciado ad náuseam y toca el vacío de la despensa en el que lo aguarda el deseo del Otro. La angustia paranoide del fantasma de envenenamiento sigue esta misma lógica: agotado el objeto oral deseable, el deseo del Otro ejerce su efecto devorador bajo la forma del veneno.

Esta es también una de las razones del embate depresivo que amenaza virtualmente en todo fin de fiesta. Invariablemente la depresión encubre la angustia suscitada por los restos de la juerga, y por la velada identificación con esos restos. Es en ese momento donde toca la hora en que el Otro “comerá”. Se entiende por lo tanto que el mantenimiento del pecho o de sus sustitutos –toda la gama de los objetos transicionales- es esencial para que el sujeto pueda conjurar su angustia.

Las figuras del Otro devorador cobran una importancia especial en el abordaje de la sexualidad femenina, sobre todo bajo la imagen de lo que Lacan llama en el Seminario IV “la madre insaciable”. La concepción oral del deseo del Otro materno es muy frecuente en la neurosis infantil, pero también en el eje anorexia-bulimia así como en la melancolía. Recalcatti ve en la fobia a la comida un índice de la angustia de ser devorado. Freud señaló que el núcleo de la histeria, y de la ulterior paranoia de la mujer, se encontraba en el temor a ser asesinada (umgebracht werden), acaso devorada (gefressen), por la madre. Lacan se refiere al deseo de la madre como “un cocodrilo con la boca abierta”. Esto se debe al hecho de que, al estar no tan fuertemente condicionada por el falo, la mujer se encuentra más confrontada al enigma del deseo del Otro, y por lo tanto a la angustia. Es así que para el sujeto femenino el signo de amor asume una importancia esencial, en la medida en que la pregunta por lo que se es en ese deseo nunca deja de planteársele.

Incontinencia paterna, exigencia materna

Es evidente que las tipificaciones se encuentran muy pronto con su propia insuficiencia. Pero haciendo esta salvedad, consideremos aquí, a título de mero ejercicio, una imagen de pareja parental que a veces se encuentra en casos de mujeres que presentan de modo crónico o transitorio trastornos de la alimentación. Esa imagen es la que une al padre obeso o incontinente con la madre delgada y exigente. El acento, cabe decirlo, recae mucho más en la incontinencia de uno y la exigencia de la otra que en los respectivos imaginarios corporales.

Consideremos en primer lugar la figura del padre. Es algo clásico y muy señalado que la voracidad puede metaforizar el apetito sexual, sobre todo cuando se articula con la función fálica. Baste recordar al marido de la bella carnicera. El, bon vivant, representa imaginariamente una dimensión del deseo ligada a lo que Freud caracterizó como pulsión de vida. Hay allí una presentación de la significación fálica articulada a la instancia paterna en tanto interdictora del imperativo de goce que se presenta en la imagen del caníbal. La compulsión oral es una manifestación de ese imperativo, y muchas veces se da de la mano con la obscenidad fálica. A veces el padre puede aparecer como un Otro cuya mirada resalta de un modo angustiosamente obsceno los aspectos fálicos del cuerpo de la hija, lo cual no favorece precisamente la asunción de la feminidad. En todo caso, la voracidad compulsiva del padre, tanto como su obscenidad, son figuras de su incontinencia y de una posición subjetiva de radical insatisfacción. El padre lúbrico es, en el fondo, un padre impotente.

Esta versión del padre contrasta y se complementa con su antítesis materna: en ella sobresale el rechazo feroz y la impugnación de los valores fálicos. Es la madre obsesionada por hacerle cerrar a su hija tanto la boca como las piernas. Aquí la madre enjuta es la madre abstinente. Una vez más, no se trata de la delgadez del cuerpo, sino de que esa delgadez sea el signo de una abstinencia en la que se reconoce el goce histérico de la privación. Pero lo que no resulta tan evidente es que la posición abstinente encubre una exigencia, un deseo, un imperativo superyoico de perfección. Si los avatares eróticos del falo no la conforman y son rechazados por ella es porque detenta un deseo que va más allá…del principio del placer. Esta “voracidad anoréxica” de la madre se distingue de la compulsión oral del padre obeso por sus respectivas posiciones en relación al falo y al ideal. Se trata de dos regímenes del deseo y del goce que deben ser leídos a la luz de las diferencias entre lo masculino y lo femenino.

La delgada línea de la furia

Tal vez una fórmula de la anorexia es que en ella se cierra la boca y se abren demasiado los oídos. Si bien es clásico decir que el oído nunca se cierra, es evidente que sí puede cerrarse a la voz del super-yo, y es esto lo que cumple el Nombre del Padre. Pero la anorexia muestra una obediencia (ob-audientia) a las exigencias del super-yo que no encuentra fácilmente sus límites. En ello contrasta notablemente con el bulímico, incapaz de obedecer el dictamen del régimen. Al revés de este último, que a menudo se sume en la inercia sedentaria del sueño y el encierro, el anoréxico de espíritu vive en una perpetua vigilia, acicateado por el látigo de sus pensamientos. Si el insaciable da muestras de su perpetua insatisfacción y de la compulsión a la que lo induce el goce fálico, el abstinente deja entrever en cierto modo la emergencia de un deseo enigmático.

El sentido común del político, cultor de lo razonable y acostumbrado a tratar con las pasiones viscerales del pueblo, siempre ha chocado con la voluntad de utopía de los fanáticos y los idealistas. Shakespeare nos ha mostrado la angustia de Julio César frente a los hombres flacos que piensan demasiado y nunca están satisfechos ni con el mundo que habitan, ni con ellos mismos. César no deja de señalar que se sentiría más tranquilo si esos hombres estuvieran más gordos y durmiesen bien. Confiesa su inquietud frente a la figura del enjuto Casio, insomne y delgado, consumido por sus resentidos pensamientos, habitado por la voracidad de una ambición envidiosa que lo llevará a conspirar contra César y a asesinarlo. Casio no es como esos hombres a los que César prefiere: gruesos, de fácil sueño y alegre copular, felices y de cabeza lustrosa, es decir, sujetos al imperio de Eros y los valores fálicos. Como en el sueño del faraón, la flacura es aquí el significante de un deseo tanático que rechaza esos valores. Es interesante que después del asesinato de César, y en un diálogo con Bruto, Casio confiese que es a su madre a quien debe la perpetua inquietud de su carácter, revelando de ese modo el matiz femenino de su posición. Las fauces abiertas del Otro insaciable gritan en los oídos del sujeto su rencor a los semblantes y el apetito insondable de perfección.

Una vez más, Shakespeare se ha mostrado aquí como el magnífico inventor de las versiones de lo humano.

CompartirFacebookX