Psicoanálisis y Política I: A propósito de la conferencia de Madrid
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Psicoanálisis y Política I: A propósito de la conferencia de Madrid

El 13 de mayo de 2017, durante su conferencia de Madrid Jacques-Alain Miller (JAM) mencionó la cuestión del Estado de derecho como nudo central del debate en el que se inscribía su exposición:

El núcleo del asunto es el Estado de derecho. Los marxistas –me considero aún un marxista, renovado, transformado, alcanzado ciertamente, pero el marxismo sigue siendo mi referencia– hacían una distinción entre las libertades formales y las libertades reales. En aquel entonces eso permitía demostrar que uno era más libre en la Unión Soviética que en los Estados Unidos. Creo que ahora esto es insostenible. Abramos este debate. La noción de Estado de derecho no es tan clara, es una noción reciente. (…) ¿Cuáles son los límites del Estado de derecho? Me parece que tenemos que debatir acerca de esto, porque la posibilidad misma del psicoanálisis esta vinculada a la libertad de expresión.

Se propone, entonces, la noción de Estado de derecho como objeto de investigación en cuanto a definir sus límites, su estatuto. El final de la cita da a entender que la idea de libertad de expresión sería un punto esencial al Estado de derecho, dado que ella es una premisa para la existencia misma del psicoanálisis. Igualmente sería un tema a debatir la concepción de la libertad de expresión –o más bien de su vulneración- en el marco de la cultura de los mass media y la posible concentración de poder mediático.

El otro postulado reside en la advertencia sobre los riesgos que puede acarrear la distinción entre libertades formales y libertades reales, que aquí JAM considera propia del marxismo. Si bien podemos considerar como un hecho que la vigencia formal de las garantías constitucionales no asegura su cumplimiento real, el énfasis en tal diferencia puede servir a la legitimación de un totalitarismo del que la experiencia soviética y el fascismo dan testimonio.

Es oportuno aquí rescatar la lección argentina. He vivido la mitad de mis años bajo regímenes cívico-militares en los que la Constitución, los partidos políticos, el parlamento y el derecho al voto estaban suspendidos. En lo que concierne a nuestra praxis, baste recordar que la ley 17.132 del gobierno del Sr. Onganía prohibía a los psicólogos el ejercicio del psicoanálisis y de toda otra forma de psicoterapia. Mi propia formación como analista debe bastante al hecho de que la otra mitad de mi vida haya conocido la vigencia de la Constitución.

La democracia es imperfecta -¿qué sistema no lo es?- y ahora sabemos que lo que antes se conseguía manu militar, hoy se consuma a través de la convergencia de un ataque mediático y una estampida cambiaria. Pero las cosas son, sin embargo, diferentes, y es más que riesgoso negarlo.

Los argentinos deberían aprender a no usar con ligereza la palabra “dictadura” para calificar a un gobierno constitucional libremente elegido, y que no les gusta. Si esto vale para todos, ese aprendizaje requiere la memoria de los procesos dictatoriales en los que se suprimieron las instituciones democráticas.

Pero no es esta la lección argentina.

Es necesario reconocer que las interrupciones de la democracia en nuestro país no fueron promovidas precisamente por el marxismo, ni por los movimientos populares –o “populistas”, como se dice ahora-. Fue al revés. La diferenciación entre libertad formal y libertad real, que JAM atribuye con razón al marxismo, fue, sin embargo, la consigna legitimadora de todos los golpes cívico-militares. La lección argentina reside en que fue siempre en nombre de la “libertad real” y de la “democracia real” que los sectores liberales promovieron el terrorismo de estado, la proscripción de los partidos políticos, la supresión del derecho al voto y el cierre del parlamento. Ello es explícito en las proclamas y estatutos de los mismos golpistas, en 1930, 1955, 1966 y 1976 (recuérdese que una de esas supresiones de la constitución se autodenominó “libertadora”).

Poco después del golpe del 24 de marzo de 1976, el nuevo régimen recibió con entusiasmo la visita de Robert Moss, autor de El colapso de la democracia (1975). Este historiador y periodista australiano –autor de alguno de los discursos de Margaret Thatcher-, sostenía que la democracia residía en un estilo de vida, más que en un sistema legal formal. El aparato jurídico de la democracia se mostraba, para él como para los liberales argentinos, ineficiente para defender el estilo de vida democrático contra sus enemigos, representados en ese momento por la guerrilla marxista.

La lección argentina nos llevaría a plantear la pregunta por lo que implican las palabras “libertad” o “democracia” cuando se las invoca para alcanzar la proscripción o la supresión física del adversario político. Las efusiones populistas pueden sin duda incurrir en el fanatismo. Cabe al psicoanalista elucidar la posición de quien se piensa inmune al fanatismo y lucha contra él “fanáticamente”.

En cuanto a la noción de “Estado de derecho”, su elucidación nos remitiría a la ciencia jurídica alemana, a la doctrina del Rechtsstaat de Robert von Mohl expuesta en La ciencia de política alemana en conformidad con los principios de los Estados de derecho, que data del siglo XIX. Ciertamente no es fácil determinar qué entendemos por “Estado de derecho”, dado que hay acciones que son conformes al derecho que sin embargo no vacilaremos en calificar de injustas. La esclavitud fue legal y conforme al derecho en su momento, como también la negativa a que las mujeres votasen. La segregación racial fue algo conforme al derecho, por ejemplo, en el Estado de Alabama hasta la década de 1960. En principio esto obedece a la acepción “débil” del la noción de Estado de derecho, dado que la legislación de una sociedad puede admitir y favorecer la concentración de poder y por lo tanto el avasallamiento de quienes no lo tienen.

La acepción “fuerte” de “Estado de derecho” es aquella que se sostendría en el principio de la división de poderes, y por lo tanto en la limitación de lo que podría llevar a un totalitarismo. Esta distinción, por ser esencial, no resuelve sin embargo los nuevos problemas que plantea la concentración de poder por parte de las grandes corporaciones económicas, que pueden alcanzar el monopolio de los medios de comunicación, o violentar la autonomía de los poderes del Estado. La concentración de poder puede prescindir de banderas, de consignas populares, de espectáculos de masas y de narrativas de emancipación. La Constitución y sus instituciones son, como dijo Benjamin Franklin, instrumentos. Todo dependerá, como dice el Martín Fierro, de quién y cómo los maneje. Con todo, su vigencia nos es imprescindible, y desatenderla nos conduce a lo peor.

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