La revolución de la alegría y el fin de una ilusión
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Los últimos hombres

La revolución de la alegría y el fin de una ilusión

En 1992 Francis Fukuyama publicó El fin de la Historia y el último hombre. Su tesis postula que la Historia concebida como lucha entre ideologías habría llegado a su término con la conclusión de la Guerra Fría. Los hombres del siglo XXI serían los “últimos hombres”, designación que debemos al Zaratustra de Nietzsche. El último hombre no es otra cosa que aquél que cree en la “revolución de la alegría”. Es quien ha “inventado la felicidad”, y que ya no cree en dogmas políticos o religiosos. Ríe de todo. No se fanatiza. Es democrático, partidario del libre mercado, y entiende que hablar de izquierda o derecha, de dominados y dominantes, de liberaciones o dependencias, es recurrir a categorías obsoletas. Viviría en un mundo desencantado, cínico, sin poesía, pero por eso mismo sin fascinaciones fundamentalistas. El último hombre es pretendidamente “tranqui”, y en su mundo pretendidamente “nuevo” ya no caben los conflictos, las luchas de liberación que desgarraron a nuestros mayores. Desprecia las gravedades de la Memoria y mira siempre al “futuro” con liviandad. Predica el olvido. No tiene raíces, no tiene Historia, no tiene Padre. Aquí en Argentina diríamos más bien que es alguien “que no tiene madre”, lo cual no contradice lo anterior.

Los últimos hombres
Los últimos hombres

Sobre el final del siglo XX, en su curso El partenaire síntoma, Jacques-Alain Miller parecía adherir a la tesis del fin de las ideologías, al triunfo de la razón, la Ilustración y Voltaire. Vaticinaba que el siglo siguiente sería mucho más sosegado y cool. Unos años después, en Un esfuerzo de poesía, el psicoanalista francés asume una posición muy otra, y reconoce que los europeos son los únicos que creen en la zoncera del fin de la Historia. Y en efecto es una creencia típicamente europea, que por supuesto es compartida por las personas de otras latitudes que compran todo lo que venga de Europa. Si bien en nuestro país hay mucha gente así, ni siquiera los liberales argentinos desconocen, en el fondo, que su destino inalterable es romperle el cráneo a quienes se alzan contra la injusticia. Lo único que cambia es la forma en que llaman a sus víctimas. Ya no son “revolucionarios”, ni “comunistas” ni “nacionalistas”. Serán “terroristas” o “narcos”, sin importar quienes sean: obreros, estudiantes, maestros, mapuches, coyas, villeros, universitarios, ambientalistas. Pero la lucha será la misma. El latinoamericano que no es de derecha nunca creyó en el fin de la Historia. Hay que decir que Freud tampoco creyó en eso, aunque fuese europeo. Porque si bien adhería a la Aufklärung, el Romanticismo alemán y el judaísmo lo rescataron de esa ilusión. Sabía que la Historia (con mayúscula) es uno de los Nombres del Padre. De un Padre con el que se está en conflicto y que quisiéramos sacarnos de encima. Pero no podemos. La ilusión del anti-Edipo es una burbuja tan vana como la del fin de la Historia.

Hoy, 14 de enero de 2017, tomo noticia de las advertencias de China a E.E.U.U. sobre el riesgo de un posible conflicto armado por el control del Mar de China. Escribo esto mientras mi país se halla desgarrado por una grieta ideológica demasiado familiar ya como para no ser siniestra. Enumerar los estragos con que el “libre” mercado aflige al planeta sería interminable. Freud pensó que nuestro sistema de poder post-patriarcal que emerge con el capitalismo podría llevar a la desaparición de la especie humana. Espero, como William Faulkner, que el hombre no solamente sobrevivirá, sino que prevalecerá. Pero la ilusión europea muestra ya un dudoso porvenir.

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