La reina del miedo (Bertuccelli, 2018) Una versión del extravío femenino
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La reina del miedo (Bertuccelli, 2018) Una versión del extravío femenino

Kierkegaard sostiene que la feminidad está particularmente expuesta a la angustia. Lacan retoma esa idea en su décimo seminario, advirtiendo que una mujer está más directamente confrontada con el deseo del Otro en tanto ella encarna al objeto. Condición inaccesible a la mentalidad progresista y que no tiene nada que ver con el ser bella, ni con el estar sometida a las vicisitudes del mercado sexual. La protagonista de la historia es una actriz de fama inapelable que vive sola y asustada. Asustada de estar. En la escena de su vida no aparecen padres, ni hermanos. Ni siquiera amigas. Su marido la ha dejado, sin que ella sepa porqué (ella vive sin saber), y en el breve encuentro que tiene con ella muestra una insensibilidad mural. Su único amigo, previsiblemente homosexual, reside en Copenhage y padece un cáncer terminal. Las únicas compañías en Buenos Aires son las de una empleada con la que sostiene diálogos de inextricable entramado, y la de trabajadores viriles que se muestran solícitos y pacientes. Sola de amor, pero no de temor, la única protección a la que puede apelar es a la de una empresa de seguridad. El enigmático deseo del Otro, invisible y plural, pero soportado en la mirada, la amenaza permanentemente: la miran y tiembla. De sus infinitos temores, el de subir al escenario ya se le revela como insoportable. Hace lo imposible para evitar los ensayos y postergar el estreno. Sólo en Dinamarca, cerca de su amigo y lejos de una ciudad en la que todos la conocen, encuentra la paz que hace mucho tiempo parece haber perdido. Se da cuenta allí, ante el límite de la castración, de cuánto tiempo le ha hecho perder su extravío en el mundo de la fama. De pronto percibe que no sabe dónde ha estado ni quién es, que el tiempo se le ha escurrido sin medida y no entiende adónde estuvo los últimos años ni cómo llegó a donde está. Y ni siquiera sabe dónde está. Su inquietud es la de quien está perdida, y no es de extrañar que sólo en un país extranjero, uno que no la dio a luz, y donde se habla otra lengua que la materna, pueda ella liberarse de la angustia que se adhiere a su piel.

La muerte -esa buena consejera según Shakespeare- la despierta. Lacan advierte en la página 90 de Aún que a veces lo mismo que sacude a una mujer es lo que la socorre. La sacudida determina un corte, un despertar, una salida del trance. Un separarse. Y es algo que ella dice desde el principio, que se está separando. Pero se refiere a algo más que a su pareja. Requiere de esa castración que está ausente en el campo de la feminidad. Por eso le ordena al jardinero que corte uno de los árboles. El hombre se niega a escucharla, le dice que el árbol todavía no está seco. Ella insiste: está seco. Ya no se puede sacar nada más de ahí. El teatro tampoco puede sacar nada más de ella. Necesita el límite. Y esa será la función de lo masculino, cuya procuración no necesariamente se logra por la vía de la vida en pareja.

El final es un final de borde. Ella encuentra la salida, o tal vez la salida la encuentra a ella. La vía de escape tiene cara de hombre. No es un gran hombre. Ningún hombre es un gran hombre. Queda un ligero matiz de incertidumbre respecto de cuál es la puerta por la que ella saldrá del laberinto de su extravío. Acaso la hipótesis más verosímil es la del amor. Pero podría ser la otra.

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