La guerra es un viaje de ida
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La guerra es un viaje de ida

Nunca Clint Eastwood mereció tanto el nombre de Harry el sucio. No esperaba otra cosa del director de American sniper en cuanto a la perspectiva política de la invasión norteamericana a Irak. Más allá de la xenófoba propaganda bélica, lo interesante del film es que se centra en el combatiente que ya no puede regresar al hogar. Pero es justamente ahí que el director falla el tiro por completo. Tiro difícil para un norteamericano. Un inglés como David Lean, que dirigió Lawrence of Arabia (1962) fue capaz de dar en el centro, al hacerle confesar al increíble Peter O’Toole que lo más perturbador de matar a un hombre es el placer que se encuentra en ello. Por eso Freud percibió que la esencia del trauma reside en el goce que le está asociado. La película de Eastwood pretende hacernos creer que el protagonista está obsesionado por los horrores de los que fue testigo y le impiden comunicarse con su esposa. Quienes lo rodean piensan si acaso lo abruma la culpa por las tantas muertes que debe. La película lo muestra recordando el ruido del taladro con el que un iraquí mató a un niño, también iraquí. No nos lo muestra recordando a los niños que él mató –justificadamente: todos eran terroristas. Pero los recuerde o no, ni de lejos el problema de la culpa se acerca a la verdad. El combatiente no puede volver del frente porque desea estar en el frente. Después de probar la “heroína” de la sangre, es difícil para algunos conformarse con amar a una mujer. La muerte es una amante celosa que no se deja olvidar. Tras matar a un hombre se desea matar a otro: es la lógica de la fijación al trauma y la repetición. Ronald Fairbairn presentaba un caso de neurosis traumática en el que el paciente había tenido que estrangular a un soldado alemán para escapar. Lo que lo atormentaba era, como en el “Hombre de las ratas”, el horror ante un placer del que no tenía conciencia. Hay goces que son un viaje de ida. La guerra es uno de ellos.

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