Herejías y zonceras
CompartirFacebookX

Herejías y zonceras

Me gusta más torcer una hermosa sentencia para hacerla mía, que desviar mi camino para ir a su encuentro
Montaigne

Lo que has heredado de tus padres, adquiérelo, para que sea tuyo
Goethe

Chesterton

En Un esfuerzo de poesía (p. 235) J.-A. Miller sostiene que la tolerancia, que otrora fue “objeto y bandera de una lucha”, significa ahora algo diferente, sino inverso: “no perturbar al otro, dejarlo dormir, incluso hacerlo dormir.” Ahí se cifra la verdad del discurso políticamente correcto. Ser tolerante implicaba antes el acto de dar lugar a lo Otro, de hacer una excepción, que es aquello a lo que nos habilita el Nombre del Padre, tal como lo expresa el mismo autor en la página 48 de su Lectura del Seminario 5 de Jacques Lacan. Hoy la tolerancia ya no es Ley, sino regla automática funcional a los poderes establecidos. Como tal, no implica elección, y su destino de fracaso –que es el de toda regla- es lo que Lacan declara en su Seminario 19 (p.231) al vaticinar el crecimiento del racismo. Podemos entonces decir con Schopenhauer que hay momentos –como el nuestro- en los que ser progresista es reaccionario.

En sus Conferencias de Turín (Revista Lacaniana de Psicoanálisis, Nº23, octubre de 2017), J.-A. Miller reconoce que lo que se presenta como herejía, esto es, como una elección, bien puede entrar después en la “dinámica de la conformidad”, esa por la que los herederos del hereje fundan una ortodoxia a partir de su herejía. Por eso el autor opone la última a la herencia, asimilable a lo ya establecido por el Otro. El heredero, en principio, no elige, se conforma con lo que se le ha dado, y a lo que se le ha dado. A menos que con la enseñanza del maestro se haga otra cosa que repetirla entre zalemas y genuflexiones, ella será recta doctrina, ortodoxia. Somos ortodoxos, seguidores del recto camino, cuando seguimos derechitos y en buen orden la senda que se nos ha marcado, incluso si no hubo intención alguna de marcarle nada a nadie. Como intentó hacer Lacan, con fracaso considerable.

J.-A. Miller está en lo cierto al sostener que la herejía es precondición de la ortodoxia. Acontece una idea, digamos, que tuerce la línea de lo establecido, y después vienen los herederos que hacen de esa torsión una nueva recta, un sentido común. Aunque cabe preguntarse si para que exista la torcedura no tendría que haber primero una recta senda que torcer. ¿Cómo ser hereje si no es respecto de algo? Para Freud, seguramente toda herejía supone una separación respecto de la autoridad de Otro. Quizás habría que preguntar al gallo qué es lo primero, si la herejía o la ortodoxia, pero él no habla. Como Moisés, es “torpe de palabra” –schwer von Sprache-.

Jauretche

No escapa al conferencista de Turín la advertencia de Chesterton acerca del carácter “ortodoxo” que asume el deber moderno de ser un entusiasta de la herejía. Percibir esto implica percibir que, como decía el escritor, “ortodoxia no significa ya lo correcto, prácticamente significa lo incorrecto”. Ser hereje –del psicoanálisis, por ejemplo- en los tiempos actuales bien podría no ser otra cosa que estar a la moda. Incurrir, como antes los posfreudianos, que también fueron “heréticos”, en “un psicoanálisis tan inepto que no tiene otro mérito que ser el de hoy”, según la expresión sinceramente herética de Lacan. Ello debería al menos despabilar un poco al psicoanalista que se aferra a un sentido común que cree ser otra cosa que sentido común. Adquirir iconoclasias prêt-à-porter es el mejor modo de engendrar lacanianos que pasan por alto los Escritos y alcanzan la perfección en el desconocimiento de Freud. El pequeño lacaniano ilustrado cree, a tono con el frenesí innovador de la modernidad, que Freud o Aristóteles pueden ser superados. Ciertamente se los puede refutar, pero eso es otra cosa, y no se logra sin haber combatido con ellos primero. Si no creyésemos al unísono y alineados en el fin del Edipo, bien podríamos ver en todo este esfuerzo por renegar de los orígenes algo demasiado freudiano como para que nuestra sensibilidad liberal lo soporte.

La rebelión contra el Padre –que eufemísticamente llamamos “ir más allá”- es una fatalidad que creemos haber preterido. Pero es el mismo Lacan quien admite que “hay que ser hereje de la buena manera”. ¿Cuál es la buena manera? ¿Cuál sería, para decirlo de manera hoy brutal, el buen parricidio? J.-A. Miller afirma, con razón, que “cada uno debe elegir la vía por donde tomar la verdad”. La relación con la verdad siempre es sintomática. Y el síntoma, al igual que la herencia, es algo que, o bien padecemos, o bien puede dar lugar a un uso. Esto último remite a la dimensión de la elección y la apropiación. No hay una sin la otra.

Nuestra posición de herejes o de ortodoxos no está definida por adherir o no a una enseñanza, sino por cómo lo hacemos, por el modo de anudarnos a ella. No hace falta, para ser un hereje, despreciar la herencia, o sostener algo diferente de lo que el maestro ha dicho. Basta con hacerlo propio para “torcerlo”, para haber puesto en acto una lectura en la que resonará la propia enunciación. Esa torsión acontece cada vez que nos servimos de la letra del maestro como de una herramienta sintomática. Así como no hace falta cambiarse el nombre para haberse inventado uno, lo nuevo no reside en la idea sino en nuestro modo de abrazarla. Es la relación del sujeto con los conceptos lo que puede ser herético u ortodoxo, y así la buena ortodoxia puede llegar a ser la forma más pura de la herejía. Porque así como hay una buena y una mala manera de ser “hereje”, hay una buena y una mala manera de ser “ortodoxo”.

Bloy

La mala ortodoxia, la ortodoxia a secas, el seguir una senda sin elección, sin la mediación de un acto, nos confronta con lo que Arturo Jauretche llamó la zoncera. Llamó zonceras argentinas a los lugares comunes de la historia oficial de nuestro país. Una zoncera es un sintagma cristalizado que damos por comprensible, y que no nos interroga. La zoncera es un mensaje emasculado. Amputado de la verdad de la que hubiese podido ser el portador. Las frases hechas aparecen, para el zonzo, como algo desprovisto de misterio y que ya no tiene potencia de interpelación. En el lugar común se comprende sin trabajo y sin resto a menos que se haga otra cosa con ellos. Porque incluso los lugares comunes pueden dar lugar a la exégesis. León Bloy, quien es el paradigma de cómo la ortodoxia puede ser herética, se tomó ese trabajo. En la zoncera el sujeto no se hace cargo de su elección. Porque siempre hay elección. Y es así que, entonces, el zonzo, en el fondo, se hace el zonzo. Se desentiende de su responsabilidad, sosteniendo esa minoría de edad que la Aufklärung no pudo erradicar ni en lo más mínimo.

Cabe decir algo más sobre el hecho de que se reconozca que hay una buena y una mala manera de ser hereje u ortodoxo, y es que, entonces, no da lo mismo una que la otra. Parafraseando a Jauretche, eso implica la feliz refutación de “la zoncera madre que las parió a todas”, que es la que dice: anything goes. Ni el herético Feyerabend creía en ese veneno del pensamiento, aunque supo hacer algo vital con él.

CompartirFacebookX