Happn
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Happn

Una nueva aplicación –happn- se presenta como herramienta para hacer del encuentro algo calculable. El dispositivo nos entera de cuántas veces nos hemos cruzado con alguien en la calle, en un bar, etc. El muchacho está en el restaurante cercano a su trabajo, y la aplicación le avisa que la chica que acaba de entrar se ha cruzado allí con él, digamos, diez mil veces… Como la tecnología no hace milagros, es necesario que ambas personas tengan la aplicación activa en sus móviles respectivos, y, además, que den la señal de que entre ellos se ha producido un “flechazo”. Es la ilusión del mapa donde se puede localizar “la vuelta de la esquina”. El flechazo de Eros a la medida de la demanda, no del deseo. Como cualquier herramienta, todo depende del uso que se le dé, porque saber que el tren está pasando no significa que tomemos la decisión de subirnos a él. Algunos consideran frívolo este modo de conocerse, pero el criterio acumulativo de la aplicación puede ser tan falible como el de la casamentera. Reconocer la irrefutable ventaja de la técnica no impide notar que la proliferación de celestinas digitales da cuenta de una creciente dificultad para entrar en relación con el Otro. No es improbable que el sujeto –sobre todo masculino- tenga un idilio más apasionado con la aplicación misma antes que con la chica. Por eso Heidegger nos recomienda tener con los objetos de la técnica una relación de “serenidad” –Gelassenheit-. Eso marca la diferencia entre usarlos y estar obligados a usarlos. ¿Realmente podemos no mirar el celular, no chequearlo constantemente, no sobarlo, no estar pendientes de él, no convertirnos en una suerte de Gollum acariciando el objeto y diciendo “mi precioso”? Más allá del frecuente apego masturbatorio, lo que llama mi atención en este caso es la idea de hacer del encuentro una categoría cuantitativa y calculable.

“El arte ocurre”, decía Whistler, y en el verbo “happen” hallamos la resonancia de esa felicidad –happyness- que siempre es de linaje de fortuna. El sujeto de la sociedad liberal cree que nuestro tiempo rinde homenaje a la contingencia cuando se entrega a la adoración de la Bestia, cuyo nombre es “libre juego del mercado”. Lacan supo anticipar el orden de hierro que subyace a esa “libertad”, que no es otra que la libertad del más fuerte para masacrar al más débil, sin que ello lo salve –al fuerte- de ser él mismo devorado por esa Bestia que, por cierto, aborrece la incalculable contingencia. Porque el encuentro no puede ser sometido al parámetro acumulativo del dios quantum. No hay radar que pueda avisarnos cuándo va a venir el tren. Nuestro tren. Ese tren que es la metáfora de la oportunidad. Una de la cual ni siquiera podemos saber si es buena o mala, dado que a veces viajamos bien cuando tomamos la vía equivocada.

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