Despatologización
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Despatologización

A lo largo de los siglos y hasta la actualidad, las personas que sufren esos golpes que son como del odio de Dios -según el cantar de César Vallejo- han visto sumarse a sus males el rechazo de la sociedad y la estigmatización. Tal es el tema central del Libro de Job, que data de cinco siglos antes de Cristo según se estima. El héroe, acosado por innumerables males, declara en su lamento no haber cometido pecado alguno como para merecer tanta furia del destino. Sin embargo, sus conocidos piensan que quien rige la marcha del universo no puede ser caprichoso, y por lo tanto deducen que Job, seguramente, “algo habrá hecho”. La enfermedad es una de las plagas que azotan al infortunado Job, y como eso era entendido por muchos como un castigo divino, ella siempre estuvo asociada al pecado. También se da el caso de que alguien que no esté enfermo de nada y que tampoco haya cometido delito alguno, sea visto bajo alguna de esas dos perspectivas discriminantes. Más allá de los males orgánicos -ellos son un capítulo aparte-, hay modos de gozar y de experimentar la vida que devinieron estigmas sociales, ya sea bajo la forma de la “enfermedad” o bajo la del “pecado”. La homosexualidad es el paradigma más destacado, y si muchos la concibieron como una “desviación patológica” respecto de la hetero normatividad, otros la tuvieron por un delito. Según tengo entendido, en el Estado de Texas, E.E.U.U., recién fue despenalizada ya entrado el siglo XXI. Es importante notar que, si tenerla por “crimen” era malo, concebirla como “enfermedad” no era mejor. Por eso hoy la llamada despatologización es una consigna defendida por los sectores progresistas de la sociedad liberal que prolongan una larga militancia a favor del derecho a la diversidad sexual, que incluye a las personas transgénero o a las que se perciben como no binarias, o que hacen valer su decisión de no ser consideradas dentro de ninguna categoría. En efecto, sólo desde sectores muy conservadores y reaccionarios se puede seguir considerando estas elecciones de vida como “enfermedades”. Nadie ignora que tras la pretendida compasión hacia el “enfermo”, y el designio de “curarlo” se disimula mal la vocación segregativa y estigmatizante. Por eso la cuestión de la “salud mental” no deja de ser un asunto de política de derechos humanos, y de un modo bastante más estrecho que la salud pública en su sentido más amplio. Desde una posición que no es ajena al psicoanálisis se sostendrá que la salud mental no existe, y que no hay nada más discutible que la ficticia norma que separaría lo normal de lo patológico, sobre todo en el campo de la subjetividad.  Pero los aparatos y las políticas de salud mental que los orientan, mal que le pese a un progresismo anárquico que los suprimiría con entusiasmo, tienen una existencia muy concreta. Y si la tienen es porque los problemas de salud mental existen por más que la ideología los niegue. En principio, y es lo más importante, es que desde la perspectiva del psicoanálisis es el sujeto y no una norma supuestamente objetiva y entronizada por un saber cualquiera, quien sanciona su estado de sufrimiento, o el carácter sintomático de una idea o conducta. Dejamos de lado aquí lo que recientemente es objeto de debate, que es el tema de las internaciones involuntarias, o de aquellas conductas que el sujeto no percibe como sintomáticas pero que sin embargo afectan gravemente a los derechos de los otros. Como sea, parece haber un acuerdo bastante extendido dentro de la sociedad liberal en cuanto a despojar a ciertos estilos de vida del estigma de “lo patológico”.

MIguel de Unamuno

El problema que se plantea a partir de la despatologización de esos estilos de vida es que la intelectualidad progresista postula la despatologización de la condición humana como tal. Se filtró el decreto ideológico de la inexistencia de la psicosis, junto con la de las demás estructuras clínicas. Para el progresismo el diagnóstico es siempre y sin excepción una violencia autoritaria que el poder ejerce sobre los individuos, y jamás una herramienta para tratar adecuadamente el sufrimiento del sujeto. Tal vez porque esto último no interesa tanto al intelectual como el tener razón. Se piensa además que reconocer la estructura psicótica de un sujeto implicaría un juicio de valor que lo inhabilita a lo que sea.  Lo cierto es que, desde la perspectiva del psicoanalista, la psicosis como estructura no inhabilita a nada mientras no tengamos en cuenta la particularidad del caso. El más famoso de los psicóticos fue un juez, y al parecer los problemas que le ocasionó su psicosis no lo hicieron menos eficiente que los demás mientras no estuvo en crisis. Pero eso no quita que la psicosis sea una posición del sujeto ante el dolor de existir, un dolor que implica maneras diferentes de resolución de su trauma subjetivo. Ningún ser hablante está libre de confrontarse con ese padecimiento. ¿Es acaso una estructura más afortunada que la otra a la hora del encuentro con lo real? No lo creemos así, al menos desde el psicoanálisis. Coincidimos con el progresismo de la sociedad liberal cuando se afirma que no hay norma alguna de salud mental. También en el principio de no discriminar a nadie por su estilo de vida o su condición, cualquiera sea. Sin embargo, cuando se trata de la despatologización generalizada, la posición del psicoanalista -si es freudiano- es diametralmente opuesta a la del entusiasta de la corrección política.      

Lacan

A diferencia del progresismo, el psicoanálisis no desprecia la psicopatología. Más lejos está todavía de cancelarla. Al contrario, y siguiendo a Freud, postula una psicopatología de la vida cotidiana. A partir de Freud, la psicopatología no se ocupa de lo que sucede en los manicomios, sino de lo que ocurre en todas partes. Se trata del padecimiento de cualquier sujeto hablante, de esa enfermedad, de ese cáncer -como dijo Lacan- que todos sufrimos por encontrarnos parasitados por el lenguaje. Para decirlo de manera directa, Freud y Lacan postularon la más generalizada patologización, advirtiendo que nadie puede tenerse por “sano”, ni siquiera el profesional de la “salud mental”. Sostener esto, en principio, pareciera afirmar la misma cosa en términos diferentes. El progresismo proclama que nadie está enfermo, mientras que el psicoanálisis anunciaría que nadie está sano. Las cosas no son, sin embargo, lo mismo. Por lo pronto, si Freud advirtió que el binario “sano-enfermo” es totalmente inadecuado para abordar la realidad de la clínica, al mismo tiempo consideró que no podemos prescindir de él. Jamás avaló la consigna anárquica anything goes. Si es verdad que todos estamos locos, hay una diferencia entre los efectos de la política de Abraham Lincoln y la de Adolf Hitler. Todos estamos locos. Pero no de la misma manera. El no poder liberarnos de categorías simbólicas disfuncionales con las que cargamos fatalmente (“salud”-“enfermedad”), es una de las maneras de articular lo que llamamos castración. Pero la diferencia más importante entre la despatologización progresista y la patologización generalizada del psicoanálisis es que la primera, que se cree contestataria, responde a la perfección con los ideales de la cultura del mercado. Porque hace mucho que la intelectualidad de izquierda está al servicio del sostenimiento del status quo del capitalismo, que ciertamente es paradojal porque exige el cambio de manera permanente. No importa ya si se está a la izquierda o a la derecha, de lo que se trata es de la negación de la castración, negación que es común a todo el espectro político de la sociedad moderna. Freud escribió en El malestar en la cultura que el sujeto de nuestros tiempos se cree un dios. Es un dios feliz, además, como el mercado manda. La despatologización es un avatar más del imperativo de felicidad propio de la sociedad capitalista, que rechaza lo que Unamuno nombró como sentimiento trágico de la vida. Esta dimensión de lo trágico es la que Freud reintrodujo con el psicoanálisis. Supo ver -y Lacan lo nota en La ética del psicoanálisis– que hay una dimensión del padecimiento del sujeto que está más allá de los problemas políticos. El totalitarismo político alcanza hoy a todos, incluso a algunos pretendidos analistas. Lo cierto es que pasan los siglos y las revoluciones, pero seguimos sufriendo por los efectos de ese matrimonio imposible entre el cuerpo y el alma.

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