Conversación con una momia de E.A. Poe.
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Conversación con una momia de E.A. Poe.

¿Es el origen lo más viejo, o es acaso lo más nuevo?¿No es el origen, después de todo, lo único realmente nuevo?

Gracias al ingenio de su autor, Conversación con una momia de Edgar A. Poe relata el encuentro entre un equipo de científicos norteamericanos y una momia vuelta a la vida después de cinco mil años. La conversación entre el grupo y el resucitado pronto deviene duelo verbal. Los académicos pretenden que la momia admita la superioridad de la civilización moderna y sus novedades prodigiosas. Pero ninguna de ellas consigue sorprender al egipcio que con desdén no solamente demuestra conocerlas de antemano, sino que además señala sus deméritos comparándolas con sus antecesoras de la antigüedad. El debate se prolonga y nada consigue doblegar al ancestro. Medicina, ingeniería, arquitectura, política, arte, moda… y la novedad no aparece. Desesperados, los defensores de la modernidad apelan a algo así como las pastillas de menta. Y, esta vez, la momia reconoce su derrota admitiendo que el antiguo Egipto no conoció nada semejante.

La confrontación es un avatar cómico de la rivalidad edípica. La horda fraterna lucha con el padre primordial midiendo sabidurías. La negación de la deuda que se tiene con el padre es una de las formas que asume la rebeldía contra él. Esta forma de la renegación es el fundamento de uno de los ideales más importantes de la modernidad tardía, que es el de la no dependencia. La actualidad tiende a producir una subjetividad que se querría libre de determinaciones; una voluntad autónoma que no admite obstáculos a su felicidad personal, que no conoce compromisos y está atiborrada de derechos. Es una de las consecuencias de la declinación de la excepción paterna y las demás instancias de excepción.

El culto de lo nuevo es practicado por los interlocutores de la momia, que ya hablan desde la ciencia, la democracia y el capitalismo. El deseo de lo nuevo los anima. J.-A. Miller advierte sobre la paradoja moderna de un hambre de novedad que desemboca en el automatismo de la producción serial de pretendidas novedades. Todo es nuevo, pero nada constituye un acontecimiento. Los dichos se reciclan incansablemente sin que exista un decir. Todo es extremo, pero sin que ninguna de esas estridencias constituya un acto. Todo es diferente, pero tales diferencias son, de por sí, indiferentes. El “automatismo de lo nuevo”, según la expresión de Miller, es solidario de un sujeto esencialmente depresivo, razón por la cual Roudinesco habla de “la sociedad liberal depresiva”. Un sujeto no-dependiente, supuestamente emancipado de sus orígenes, del inconsciente, del síntoma, de esa dimensión que el nominalismo terapéutico intenta desterrar por constituir una ofensa al narcisismo del sujeto liberal.

¿Qué debemos entender por culto a lo nuevo? Se sabe que hoy pesa sobre todos la exigencia de estar “actualizados”. Borges encuentra extraño este deber de “ser moderno”, dado que ese esfuerzo –sostiene- parece desconocer que el presente es fatal. Pero este culto de lo nuevo no requiere ni siquiera que lo nuevo sea nuevo. La ventaja del antihistoricismo y de la supresión de los antecedentes es evidente como estrategia comercial: antes nos vendían la ensalada mixta y ahora nos venden otra nueva que es la de lechuga, tomate y cebolla. Es fácil producir novedades cuando la rememoración se encuentra impugnada. Ese antihistoricismo propio de la sociedad norteamericana ha devenido una condición cultural global. La declinación del síntoma es efecto de este proceso, ya que el síntoma bajo transferencia es ya un modo de rememorar, de historizar, incluso de inventarse una historia. Los llamados síntomas “nuevos”, tan en boga hoy, se caracterizan por la pérdida del poder enunciativo, por su incapacidad para la transferencia, y por lo tanto para su historización. La voraz compulsión a lo nuevo que domina el presente clima subjetivo da cuenta de un sujeto cada vez más posicionado como objeto, cada vez más narcisista, y amenazado por la pesadumbre melancólica de quien ya no tiene nada nuevo que esperar. El culto a lo nuevo no es otra cosa que el rechazo de la excepción paterna, del inconsciente y del síntoma, que se revela como tendencia de la época.

La clínica cambia, pero no la ética ni la lógica de la cura. A veces se decreta la novedad con no poca ligereza. Se enfatiza tanto el cambio en la clínica que ello produce un aplanamiento de la enseñanza. Si lo último es lo mejor, para qué leer a Freud existiendo Lacan. Para qué ocuparse del primer Lacan si existe el último. Es lamentable escuchar, dentro de la comunidad analítica una retórica similar a la de un “progresista” que hace unos años me encontró en un café leyendo –justamente- El malestar en la cultura. El comentario irrefutable fue “¿Todavía Freud?”

Engalanadas bajo la rúbrica de lo nuevo, las psicoterapias interpelan al psicoanálisis. Se recurre a la estrategia de calificarlo como una práctica atávica y políticamente incorrecta. La clínica analítica cambia, porque no puede no cambiar en sus formas. Pero no es por sus formas que es rechazada sino por su ética. Es por eso que ningún reciclamiento salvará al psicoanálisis de los ataques que buscan estigmatizarlo como ancestral y perimido. Sin embargo, en todo ello hay, al menos, una verdad. En cierto modo, entrar al consultorio de un analista es como entrar a Jurassic Park. La metáfora no es mía, sino de Freud, para quien el inconsciente es otra escena en la que el tiempo no ha transcurrido y en la que todavía caminan los dinosaurios. Pero el parque jurásico no es precisamente lo más viejo, como creen los espíritus progresistas. La rememoración analítica no tiene nada que ver con el pasado sino con la historia (¿hay que aclarar que toda referencia histórica es necesariamente actual?). Y lo que se trata de historizar allí, incluso, a lo que se trata de inventar una historia es a lo originario, a esa zona que la teoría freudiana marca con el prefijo ur. Aquí es donde hay que hacer la pregunta esencial: ¿Es el origen lo más viejo, o es acaso lo más nuevo?¿No es el origen lo único realmente nuevo?

George Steiner dice que hemos perdido la dimensión del origen. En un reciente evento que reunió a numerosos analistas, un enorme cartel anunciaba la reconfiguración del psicoanálisis en los “comiensos” (con “s”, en lugar de “comienzos”) del siglo XXI. Como todo equívoco, este también llama a la interpretación: nos habla de la posición subjetiva dominante en el siglo que nos recibe. Se nos fuerza a no ser arcaicos, es decir, originarios. Si en nuestra época se exige la novedad es porque se abomina de la originalidad. La sociedad liberal progresista es pródiga en novedades, pero la novedad no es un acontecimiento. Hoy es fácil olvidar que el acto está vinculado a la dimensión del comienzo. El origen y el acto están estrechamente ligados. Una vez más hay que preguntar: ¿Es el origen lo más viejo, o es acaso lo más nuevo?

Hay que señalar, con todo, algo muy importante en el relato de Poe. No es casual que la momia sea derrotada en el debate por el recurso a lo más insignificante, a lo más vulgar y barato. Eso recuerda un verso de Whitman: “Lo más común, lo más barato, lo más próximo y lo más fácil soy yo” –What is commonest, and cheapest, and nearest and easiest, is Me-. Las grandilocuencias no pudieron contra el Padre Primordial, pero algo que ciertamente cumple la función de un resto pudo hacerlo callar. El deseo de lo nuevo y de ir más allá del Padre es algo mucho más que legítimo: es inevitable. Acaso el resto es algo que en cierto modo está por fuera del tiempo, y no sería indigno del psicoanalista decir que las grandes obras de la antigüedad tal vez también tuvieron su origen en algo insignificante como las pastillas de menta, un puñado de barro, o la piedra con la que David venció a Goliath.

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